Luis Almagro no es un político latinoamericano cualquiera. Fue elegido Secretario General de la OEA hace ya más de un año, prometiendo “más derechos para más latinoamericanos”. Muchos –incluido yo mismo- creímos que sería “más de lo mismo”. Sin embargo, sorprendió haciendo algo que casi nadie en América Latina hace: cumplió sus promesas.
Como lo hizo la semana pasada, cuando presentó un informe completo sobre la situación de la Democracia y los Derechos Humanos en Venezuela, e inmediatamente después, invocó el artículo 20 de la Carta Democrática Interamericana, la mayor condena moral que puede ser aplicada sobre un país en el Hemisferio.
Pero para que dicha condena se haga efectiva, los países tienen que votar. Uno creería, viendo el cambio de rumbo que vive Argentina, que Mauricio Macri debería ser el primer Presidente de la región en respaldar la acción del Secretario General de la OEA, dada la dirección Argentina está tomando. En el pasado, Macri nunca dudo en hablar claro sobre Venezuela, ni cuando fue Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, ni como candidato. Incluso, siendo candidato, ya había prometido invocar él mismo la carta democrática al llegar al poder. Fue, en definitiva, uno de los primeros líderes políticos del continente en denunciar encarcelamientos ilegales de su amigo Antonio Ledezma – ex Alcalde de Caracas -, y de Leopoldo López.
Y cuando todos creíamos que Argentina tomaría ese tan ansiado liderazgo regional basado en la defensa de la democracia y los derechos humanos, cumpliendo sus promesas de campaña, algo cambió.
El primer episodio desconcertante ocurrió cuando Susana Malcorra bajó el tono respecto a la situación en Venezuela, pocas horas después de las elecciones legislativas en dicho país en donde la oposición salió triunfadora. El segundo, un mes atrás, cuando en el seno del Consejo Permanente de la OEA, Malcorra no mencionó palabras como “derechos humanos”, “presos políticos”, o “libertad de expresión”. El tercero, la semana pasada, cuando el Embajador Argentino ante la OEA, Juan José Arcuri, trató de anticiparse a las acciones de Luis Almagro, promoviendo una resolución del Consejo Permanente la cual nada decía sobre la situación crítica del país andino.
El problema, como ya fue ampliamente reportado en los medios, radica en la candidatura de Susana Malcorra a la Secretaría General de Naciones Unidas. Según se comenta, la canciller habría cultivado el apoyo de Venezuela, lo cual es incompatible con el apoyo a la aplicación de la Carta Democrática que propone Luis Almagro.
Y esto nos lleva al cuarto episodio, de aún mayor gravedad, que fueron las declaraciones de la propia Malcorra la semana pasada, cuando dijo “existe una percepción de milagro detrás de la cláusula democrática», que la misma no va a solucionar los problemas de los venezolanos, y que dichos problemas deben ser resueltos por los venezolanos. Una serie de frases que no solo demuestra su desconocimiento sobre la situación en Venezuela, ya que desestiman el hecho que más de dos millones de venezolanos firmaron pidiendo un referéndum revocatorio; y que, sobre todas las cosas, ponen en duda la propia Carta Democrática y la importancia de los mecanismos establecidos en ella para abordar este tipo de alteraciones del orden democrático en los países.
Curioso, por decir lo menos, que quien aspira a dirigir las Naciones Unidas demuestre tan poca estima por uno de los documentos centrales de la OEA, organización hermana de la ONU.
La próxima semana comienza la Asamblea General de la OEA en República Dominicana. Se espera—siempre y cuando Argentina, que preside el Consejo Permanente de la Organización, lo decida—que la aplicación de la Carta Democrática sea objeto de discusión. En ese momento, Mauricio Macri deberá tomar una decisión: decidir si el camino para reinsertar al país en el mundo es a través de un puesto en Naciones Unidos, o a través de la defensa integral de la democracia y los derechos humanos.
De Macri depende, y de nadie más, el tipo de liderazgo que Argentina tendrá en la región. De Macri depende, y de nadie más, qué tipo de estadista quiere ser. O si prefiere, olvidando por completo su promesa de campaña, sus valores y sus principios, no ser un estadista en absoluto.
EZEQUIEL VÁZQUEZ-GER – EL PAIS –