Ahora es difícil ser una celebridad si no tienes a un séquito de personas manejando tus redes, tomándote fotos y llevándote a eventos, pero en la Francia de Luis XVI ya alguien le hacía el favor a la reina más diva: María Antonieta
Élisabeth Vigée Le Brun, era una artista que encontraba fascinación en los retratos, como mujer y en aquella época no cuesta imaginar que conseguir la aceptación del público fue un trabajo arduo. Pero, todo eso cambió cuando de entre todas las personas de Francia que podían impulsar su carrera, la vio la más importante, una joven austriaca de nombre, María Antonieta.
Tras una invitación al Palacio de Versailles, la jovial reina quedó fascinada con el retrato que le hizo Le Brun que decidió contratarla a tiempo completo. Por un período de seis años, la artista realizó más de 30 cuadros de la monarca. Lo interesante no es exactamente eso, sino la planeación que hubo detrás de muchos de ellos.
Resulta que una «pequeña» revuelta pública se transformó en descontento general y de la noche a la mañana, los inicios de la Revolución Francesa pusieron la reputación de la monarquía en duda. Observando lo que ocurría, Le Brun se planteó retratar a María Antonieta con sus hijos y en lugares naturales que realzaran su aspecto materno y más simple. Esto, sorprendentemente, durante un tiempo mejoró la recepción que tenía el pueblo de ella: la artista había pasado a ser una agente de la reina que abogaba por mantener su nombre en alto.
Tras un tiempo fue suplantada por otro artista en la corte real pero gracias al aprecio que creó María Antonieta con ella logró mantenerse en una posición de honor para otros monarcas cuando, por sus conexiones con los reyes de Francia, tuvo que huir a Italia, Austria y Rusia (donde tenía planificado retratar a Catalina, La Grande).
Y así, aunque Élisabeth no tiene la fama de Da Vinci o Van Gogh en la actualidad, pudo decir que estuvo en la mente de una de las personas más importantes de su tiempo en Europa.
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