Hasta hace unas horas, la Argentina se encaminaba, casi inevitablemente, hacia una nueva versión del enfrentamiento, la polarización, el fanatismo y la grieta. El 3 de febrero pasado, esta columna se inició así: «Si no hay un cambio vertiginoso de último momento —que uno de ellos se retire, que surja con fuerza una tercera opción—, el próximo 10 de diciembre reasumirá el poder Mauricio Macri o lo hará Cristina Kirchner. Esa noche, cerca de la mitad de los argentinos sentirá una gran tensión, como si su futuro estuviera en riesgo: será el inicio de un nuevo ciclo gobernado por alguien a quien consideran un enemigo. Macri y Kirchner cosechan, desde hace bastante tiempo, mucho más rechazo que aprobación en la sociedad. No se hablan entre sí, han conducido gobiernos durante los cuales el país empeoró en casi todos sus indicadores, representan los dos polos de una grieta que ha dañado mucho a la sociedad. Que sean las opciones dominantes representa un problema serio para la joven democracia argentina, en un momento además de agobio económico, y donde la democracia evidencia claros síntomas de deterioro en la región, especialmente en Venezuela y Brasil».
Ahora, esa situación cambió. Al menos una de las dos opciones no se va a producir. Cristina no va a ser presidenta en el próximo período porque decidió no postularse a ese cargo. ¿Cambió de verdad? ¿No será una trampa? ¿Cambió solo un poco? La mera existencia de esas preguntas representa una gran novedad. Si Cristina era candidata, y era una candidata tan fuerte como lo reflejaban las últimas encuestas, esas preguntas no hubieran existido. Macri o Cristina iban a ser las dos opciones más fuertes: nada habría cambiado.
La primera noticia, entonces, es que uno de los símbolos de la polarización, de la grieta, no ocupará la presidencia de la Nación. O, más fuerte aún: que Cristina no será la próxima presidenta. La segunda es que la persona elegida (por ella) para reemplazarla tiene rasgos propios, que varían según quién los describa, pero que son diferentes. Alberto Fernández, por ejemplo, almuerza frecuentemente con periodistas, un detalle que ha generado duras críticas y descalificaciones desde la militancia más sectaria del kirchnerismo. Que él haya sido elegido por Cristina, con ese antecedente, es un dato simbólico muy fuerte: ¿una picardía? ¿la admisión de un serio error? ¿una capitulación?
Es, además, un hombre que mantiene una relación muy razonable con la embajada norteamericana y con múltiples personalidades, empresarios, intelectuales con los que Cristina y el kirchnerismo duro cortaron lazos desde hace años. «Eso lo hace más peligroso porque es un cínico», dirán quienes lo odian. «Eso permite pensar un gobierno más sereno y racional de lo que hubiera sido uno presidido por Cristina», dirán los que se esperancen.
Los dos Fernández son parecidos y diferentes. Es cierto, por ejemplo, que Alberto se alejó cuando el gobierno de Cristina se radicalizó después del conflicto con el sector agropecuario. En los últimos tiempos, su llamativo acercamiento a Cristina permitía preguntarse quién influiría más sobre quién. La manera en que ella volvió a acercarse al peronismo parecía una estrategia influenciada por él. La forma que en que él, por ejemplo, difundió la lista de los jueces que «algún día deberán dar explicaciones por las barbaridades que escribieron», permitía entender hasta dónde ella lo estaba radicalizando.
Una de las claves de lo que viene estará allí: en la relación entre los dos Fernández. En el video donde realiza el anuncio, Cristina dice: «Le he pedido a Alberto Fernández….». En esa frase deja en claro de dónde surge la fuente de poder del candidato: de ella. No era necesario que lo dijera. Alberto Fernández por las suyas no hubiera podido presentarse. Si llega a presidente será porque lo impulsa la candidata a vice: algo inédito en la historia mundial. ¿Cuánto le costará ese pequeño favor?
Pero, en ese mismo gambito, Cristina reconoce una limitación. Mucha gente recordará en estas horas la manera en que Juan Perón designó a Héctor Cámpora en 1973. Pero en aquel entonces Perón no podía presentarse porque estaba proscripto. Cristina, en cambio, hubiera podido ser candidata y decidió no serlo. ¿Por qué? ¿Por razones personales? ¿Porque entendió que su candidatura obstaculizaba cualquier acuerdo? ¿Porque hay que hacer cosas que ella no quiere, no sabe, no puede hacer? ¿Porque con alguien de perfil más moderado gana más votos? ¿Por qué habrá pensado que, para este momento, Alberto Fernández era mejor candidato que ella?
Solo se puede responder con especulaciones. Ahora, ¿será capaz Fernández de transferirle los votos a Fernández? Si la fórmula llega al poder, ¿será Fernández títere de Fernández?
¿Se independizará Fernandez de Fernández? ¿Alguno de los Fernández tirará por la ventana al otro? ¿Sospechará todo el tiempo un Fernández que el otro Fernández lo está por traicionar? ¿Se mimetizará Fernández con Fernández de tal manera que todo será lo mismo? ¿Será una relación armónica o tumultuosa? ¿Serán felices y comerán perdices?
Otra vez: hay una multitud de preguntas que no pueden ser respondidas a priori. Esa es la novedad. En la Argentina, muchas personas disfrutan de sus certidumbres y se inquietan ante escenarios abiertos. Lo que ocurrió hace unas horas abre, al menos un poco, el escenario cerrado que existía.
Falta apenas un mes para que se oficialicen las candidaturas.
Tal vez el presidente de la Nación deba mirarse en el espejo de su archienemiga. En otros tiempos, la plasticidad y la imaginación estaban de su lado.
Si en unas horas todo cambió tanto, está claro que es porque nada está escrito: ni para la carrera presidencial, ni para el futuro del país.
La vida te da sorpresas.
Fuente: Infobae