Recibida de licenciada en Informática en la Universidad Nacional San Juan Bosco, en su ciudad de Trelew, con un doctorado en Ciencias de la Computación en la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, sus inquietudes las llevaron a penar más allá del lugar donde vivía, y comenzó un periplo que finalmente la llevó hasta Nairobi, Kenia.
Fue a principios de 2018. Ella estaba descansando en su casa cuando recibió un e-mail con una propuesta de trabajo que le cambió la vida. La científica Aisha Walcott –Research Scientist, Healthcare Manager de IBM Kenia– le escribió para convocarla a participar de un proyecto que se enfoca en desarrollar la app The Digital Health Wallet. Una aplicación que reúne la historia clínica personal de los pacientes keniatas y a través de la cual cada uno de ellos les da permiso a médicos o a clínicas para ver sus datos. Desde esa app, en smartphones o tablets, el paciente podrá ingresar a su historia clínica y, simultáneamente, será capaz de autorizar a los hospitales y/o profesionales.
«Básicamente, lo que hace la app es darle al paciente la potestad de sus datos. Es él quien consiente cuándo su información puede ser compartida. No es que un médico puede pedirle su historial clínico al hospital. Cada paciente decide qué compartir con determinado médico. Y eso es muy importante, no sólo en Kenia. Es necesario agilizar un poco el tema de los datos clínicos», dice Celia, quien está de paso por Buenos Aires para dar una serie de charlas sobre sus experiencias en materia de investigación.
Jugar en el astillero
Esta joven patagónica es la más chica de tres hermanos. Antes de que la programación y las computadoras fueran parte inseparable de su vida, se crió jugando en el astillero que su padre tenía en Puerto Rawson. «Construía barcos pesqueros. Era muy artesano. Hacía los cálculos de estabilidad y los planos, pero también se encargaba de armar el barco físicamente. Yo pasaba mucho tiempo con él en el taller, jugando con madera o con plástico reforzado», recuerda Celia.
Su familia, originariamente, es de Buenos Aires, pero se mudaron a la Patagonia para sacarse de encima las exigencias de la ciudad y para –lo más importante– bajar un cambio y empezar de nuevo.
Su mamá, no bien se instalaron en Chubut, dejó un poco de lado su profesión de bibliotecaria y se dedicó a ayudar a su papá con el astillero. «Tengo que admitir que en mi familia son todos navales y les gusta andar en velerito. A mí, no. A mí déjenme con la computación», reconoce con una sonrisa.
La pasión por la informática le llegó, pese a todo, por vía familiar. «Uno de mis hermanos estaba haciendo el secundario en una escuela técnica de electrónica. Cuando estaba terminando, su proyecto de fin de año fue ensamblar una computadora 386, medio viejita. Después la trajo a casa y me enseñó a programar. Esa computadora, finalmente, terminó siendo como un laboratorio donde yo podía jugar», recuerda.
Y aclara, dejando entrever el rol del azar, que antes de volcarse por completo a esta vocación, la biología estuvo cerca de ser «la» asignatura de su vida: «Me gustaba la genética, pero cuando llegué a la Facultad para anotarme me dijeron que iba a tener que abrir ranas y desistí. Así que, como sabía programar y siempre estaba jugando con computadoras, fui hasta el piso de abajo, donde estaba Ingeniería y tenían la carrera de Ciencias de la Informática. Cuando empecé a ver las materias, me di cuenta de que podía jugar y, además, me podían pagar por eso. Todo con un título oficial que lo avalara», relata.