Era absolutamente insultante pretender que los doctores se lavaran las manos. Después de todo, eso era insinuar que las tenían sucias y, como dejó claro un obstetra del siglo XIX, «los médicos son caballeros y las manos de un caballero siempre están limpias».
Ya el médico húngaro Ignaz Semmelweis se había dado un duro golpe contra esa pared en la década de 1840 tras implementar un sistema de lavado de manos para reducir las tasas de mortalidad en las salas de maternidad.
Esto último lo logró de una manera espectacular.
En abril de 1847 instaló una cuenca llena de solución de cal clorada en una salas obstétricas del Hospital General de Viena, Austria, y comenzó a salvar vidas de mujeres con tres simples palabras: «lávese las manos».
En cuestión de un mes, las tasas de mortalidad se redujeron de un 18,3% a 2%.
Si los resultados de esa experiencia y las que siguieron hubieran convencido a todos sus colegas de los méritos de su teoría, quizás aquello de lavarse las manos se habría extendido más allá del campo de la obstetricia.
La ciencia tendría que avanzar más antes de que la limpieza se empezara a considerar indispensable para la salud, dentro y fuera de los hospitales.
Peligro de muerte
Ese mismo abril de 1847, en el University College Hospital de Londres, John Phillips Potter, un joven demostrador de anatomía, se arañó un nudillo durante la disección de un cadáver infectado.
No le prestó mucha atención, pero la infección se propagó inexorablemente y, tres semanas después, murió de septicemia.
«Las víctimas de la disección deben ocupar un lugar distinguido entre los mártires de la ciencia y el conocimiento. Podemos salvar a nuestros artesanos de las minas y los telares y las ruedas de muchos de los peligros incidentes a sus llamamientos, pero nuestro arte no ha podido, hasta ahora, liberar a nuestros propios trabajadores de este veneno destructivo», comentó la revista médica The Lancet.
Entre la multitud que asistió al entierro estaba Joseph Lister, uno de los estudiantes de medicina a los que Potter había instruido.
Lister había crecido en un ambiente en el que la vida de los organismos más pequeños estaba muy presente pues su padre, Joseph Jackson, además de ser un próspero mercader de vino, dedicaba su tiempo libre a la investigación y había inventado la lente acromática, que transformó al microscopio de ser un juguete científico a herramienta de descubrimiento.
Algunos de esos organismos pequeños que los microscopios estaban poniendo en evidencia habían matado a su instructor, pero también, como confirmaría luego, mataban a millones en los hospitales de todo el mundo.
La situación era tan desesperada que llevó al doctor James Y. Simpson, uno de los cirujanos que contribuyó a la introducción de la anestesia, a afirmar que «un hombre acostado en la mesa de operaciones en uno de nuestros hospitales quirúrgicos está expuesto a más posibilidades de muerte que un soldado inglés en el campo de batalla de Waterloo».
Riesgos en los hospitales
Efectivamente, en las salas quirúrgicas y de recuperación, las infecciones se propagaban de paciente a paciente como incendios forestales.
Ningún cirujano podía estar seguro de que su paciente sobreviviría tras una intervención.
La tasa de mortalidad por operaciones quirúrgicas mayores o amputación de extremidades llegaba a rondar el 40%, y a alcanzar el 60% en hospitales franceses.
Incluso las operaciones más simples conllevaban un alto riesgo de muerte por infección.
De hecho, las infecciones en los hospitales eran tan comunes que el fenómeno llegó a tener dos nombres: fiebre de sala y hospitalismo (este último aún se usa, pero para describir otro problema).
Se culpó a los hospitales por esto, y se habló mucho de cerrarlos y de que los pacientes fueran atendidos en casa.
Pero aunque hubiera algo de razón en ello, sin encontrar la causa no se podía encontrar una solución realmente efectiva.
Y esa causa era todo un misterio: había teorías pero la ciencia médica seguía desconcertada por las infecciones persistentes que mantenían las tasas de mortalidad obstinadamente altas.
Escudo contra microbios
Lister, quien tras graduarse de médico se enamoró de la cirugía y se fue a trabajar a Edimburgo, Escocia, sufría al ver cómo muchos de sus casos desarrollaban complicaciones posoperatorias serias o incluso fatales.
En 1855, le mostró una herida que se estaba curando sin supurarse a Batty Tuke, en ese entonces el psiquiatra más influyente de Escocia, y le dijo: «El objetivo principal de mi vida es descubrir cómo conseguir este resultado en todas las heridas».
Más tarde, como Profesor Regius de Cirugía y a cargo de las salas de operaciones en la Universidad de Glasgow, el problema estaba constantemente presente, en su día a día y en su mente.
Desde hacía años había notado una marcada diferencia en el resultado entre fracturas simples, cuando la piel quedaba intacta, y fracturas compuestas, en las que la superficie de la piel se rompía y a menudo terminaban en «gangrena hospitalaria» y amputación.
Un día estaba charlando con un colega, el profesor Thomas Anderson, y este mencionó que en Francia el famoso químico Louis Pasteur había demostrado que si fluidos susceptibles a la fermentación y la putrefacción se mantenían libres de contacto con el aire, se mantenían frescos.
Más relevante aún, el biólogo francés había revelado que la leche se agriaba y el jugo de uva se fermentaba debido al crecimiento y la acción de diminutas partículas vivas (microbios) que podían transportarse en el aire.
A Lister se le ocurrió de inmediato probar si, interponiendo un escudo antiséptico entre una herida -como las que quedaban tras una operación- y el entorno, se podían prevenir las complicaciones sépticas.
Era 1865 y poco después de esa afortunada conversación, un niño de Glasgow de 11 años de edad ayudó involuntariamente a hacer historia.
El nacimiento del método
Se llamaba James Greenlees y lo había atropellado un carruaje en la calle, así que lo llevaron a la sala de emergencias de la Glasgow Royal Infirmary.
El niño tenía una fractura compuesta -la pesadilla de los cirujanos- en la pierna izquierda.
Lister decidió experimentar:
Había pensado que para matar a los microbios podía usar un químico; después de todo, las sustancias «antisépticas» habían sido utilizadas desde tiempos inmemoriales.
Optó por una sustancia que había sido utilizada para limpiar el alcantarillado en la ciudad de Carlisle y estaba disponible como una solución de ácido carbólico al 5%.
Dispuso que las manos, la ropa, los instrumentos quirúrgicos y las heridas debían lavarse con ese químico.
Al terminar la operación, aplicó un vendaje bañado en ácido carbólico y, crucialmente, ordenó que el apósito fuera renovado varias veces a medida que pasaban los días.
La herida comenzó a formar costras y sanar. Después de seis semanas, Greenlees fue dado de alta, completamente recuperado.
Fue el primer éxito de Lister con esta técnica.
La razón del nauseabundo tufo
Quizás te sorprenda que algo tan sencillo -y hoy en día obvio- fuera tan revolucionario.
Pero es que hasta entonces los cirujanos no solo dejaban las heridas sin protección, sino que hasta reutilizaban vendajes.
De hecho, la higiene en los hospitales era deplorable.
Había trapos viejos, esponjas e instrumentos sucios esparcidos por la sala de operaciones. Los doctores, practicantes y auxiliares circulaban libremente entre los pacientes vivos que trataban y los muertos que diseccionaban o a los que les hacían la autopsia.
En el aire flotaba siempre un inquietante olor ligeramente nauseabundo de putrefacción que se aferraba a la ropa del personal y los pacientes.
Los cirujanos rara vez limpiaban el equipo quirúrgico ni se lavaban las manos antes de las operaciones.
A pesar de sus incontrovertibles pruebas, las observaciones de Semmelweiss no habían tenido ningún impacto en el establecimiento médico conservador de la época.
Trágicamente, el día después de que Lister probó con éxito el tratamiento antiséptico en el niño en Glasgow, Semmelweis murió, precisamente de una infección quirúrgica en Budapest, Hungría.
Lister no supo del trabajo de Semmelweis hasta 1883; cuando se enteró de los detalles lo declaró su precursor.
Para ese entonces, la esterilización de instrumentos y el lavado de manos se practicaban ampliamente, a pesar de la resistencia inicial de muchos eminentes cirujanos.
Un antes y un después
Tras tratar 11 casos como el de Greenlees, de los cuales nueve se curaron sin infección, el 16 de marzo de 1867 Lister publicó en The Lancet un artículo titulado «Un nuevo método para tratar fracturas compuestas», que marcó el nacimiento de la cirugía moderna, según el eminente doctor Zachary Cope.
Lister describió los resultados positivos para sus pacientes: extremidades «que sin duda habrían estado condenadas a amputación» debido a la probabilidad de infección «pueden conservarse con la confianza de obtener los mejores resultados».
No solo eso.
Por temor a las infecciones y sus estragos, los cirujanos casi nunca se arriesgaban a hacer operaciones que involucraran hacer incisiones, ni siquiera a drenar abscesos.
Con su método, los abscesos podían drenarse; las incisiones, sanarse, y los hospitales, tornarse en lugares más saludables.
«Como parece no haber dudas sobre la causa de este cambio, la importancia del hecho difícilmente puede exagerarse», escribió Cope.
Al principio, el enfoque antiséptico de Lister tuvo una recepción mixta.
Aclamado por su personal y por aquellos que habían estudiado los detalles de su técnica, fue muy elogiado en Alemania y en la mayoría de los demás países, pero no tanto en Estados Unidos ni en Inglaterra.
Pero para 1890, el mundo entero había aceptado la gran innovación de Lister, y para entonces los microbios que causaban la sepsis habían sido identificados y cultivados.
A fines de esa década, los métodos antisépticos de Lister llevaron a una cirugía aséptica y a la introducción de instrumentos estériles en quirófanos. En 1898 el uso de guantes de goma y el lavado de manos del cirujano eran de rigor.
A finales de siglo, los cirujanos realizaban regularmente más tipos y cantidades de operaciones internas exitosas.
Además de haber sido el primero en aplicar los principios de Pasteur a los humanos, Lister hizo varias otras contribuciones a la ciencia médica, desde aislar por primera vez bacterias en cultivo puro (Bacillus lactis) hasta ser pionero en el uso de catgut y tubos de goma para el drenaje de heridas, entre otras.
Sin embargo, es recordado primordialmente como el innovador que revolucionó la historia de la cirugía, dividiéndola en dos eras: la que vino antes y la que vino después de él.