No muchos supieron que se llamó Omar Villalba, ya que para todo el mundo siempre fue “Coquito”. Apareció por la cordillera a mediados de 1954, prácticamente en las postrimerías del gobierno peronista derrocado por la Revolución Libertadora.
La historia indica que al arribar a San Carlos de Bariloche, procedente de la ciudad de Buenos Aires, lo aguardaba “una comitiva de autos y motocicletas haciendo sonar sus bocinas, mientras la banda ejecutaba marchas militares. Lo recibieron con honores de primer mandatario porque se decía que llegaba como delegado personal del mismísimo Juan Domingo Perón y de la Fundación Eva Perón”.
“Dotado de un poder prácticamente ilimitado, Villalba partió con rumbo a El Bolsón. En Río Villegas, la comitiva fue detenida por un oficial de Gendarmería Nacional para un control de rutina. No obstante, esto generó la bronca del delegado e inmediatamente ordenó 15 días de arresto para el uniformado”, recordaron.
Se instaló “en el imponente hotel Piltriquitrón, desde donde comenzó a desplegar su tarea: relevar las necesidades de la gente. Rodeado de un séquito y con su guardia personal se trasladaba hasta El Manso, Lago Puelo o Mallín Ahogado para anotar las urgencias y necesidades de los pobladores rurales más carenciados: colchones, camas, roperos, máquinas de coser, una bolsa de harina, un arado. Todo prolijamente anotado y enviado a la Casa de Gobierno, a la espera de que llegara el pedido…, cosa que nunca ocurrió”.
En medio, “el mal genio del gurrumín era de temer. Investido de un poder que todos presumían por orden del entonces presidente se excedía en sus atribuciones: una noche no podía conciliar el sueño en su cómodo cuarto de hotel debido al ruido metálico que producían las punteras de acero de los borceguíes de los gendarmes que oficiaban de guardias. A las cuatro de la mañana dio la orden de que todos los gendarmes debían quitarlas en forma inmediata…, y las órdenes no admitían discusión”.
“Palabra del delegado, no había más autoridad que él. Sin embargo, en una ocasión, en su permanente peregrinar en la búsqueda de problemas por solucionar, fue trasladado en una lancha de Gendarmería hasta el paraje El Turbio, en la otra orilla del lago Puelo”, detallaron los memoriosos.
Quiso la coincidencia que en Buenos Aires se estaba produciendo el golpe de Estado que obligó a Perón a abandonar el país: “Con esas noticias de último momento, el comandante del escuadrón local ordenó al timonel regresar a la costa de inmediato. Ofuscado por la situación, Villalba contrapuso seguir el viaje. No obstante, los uniformados le informaron que, en calidad de detenido, pasaban a alojarlo en un calabozo” de la fuerza de seguridad.
La versión que se tejió por entonces fue que, en realidad, era un impostor o que le hicieron creer su papel de delegado de Perón. Lo cierto es que una vez que recuperó su libertad fue naciendo el mito de “Coquito” con que trascendió en el tiempo.
Él mismo contaba a quien quisiera escucharlo que “cuando llegué a Bariloche y me recibieron como a un jefe de estado, pensé que debían estar esperando a otro. Pero no, me esperaban a mí. Imagínate, me ofrecían una bandeja de plata con masas y no la iba a despreciar. Así fue que me la creí, pero cuando el comandante de Gendarmería me llevó preso viví una experiencia triste: antes él me lustraba los zapatos y ahora yo se los tenía que lustrar a él. Pero no me arrepiento, tuve mis días de gloria y mis noches de llanto”.
Claro, “Coquito” quedó en la calle y ahora nadie lo reconocía, ni siquiera los parientes lejanos en la Capital. Pasó años deambulando de un lugar a otro, incluso se alojaba en la torre del viejo hospital.
Era un hombrecito diminuto y por su aspecto se parecía a un duende surgido de las leyendas del hemisferio norte. Pronto lo cobijaron en la feria de artesanos y allí lo vistieron con un gorro a rayas largo y desteñido, un saco desgarbado y un bastón lleno de seres mágicos colgando. Entonces nació la leyenda y los turistas le daban algunas monedas para sacarse una foto o dejaban que lustrara sus zapatos.
Cuando tenía poco más de 70 años, un conocido psiquiatra del pueblo (no del todo cuerdo) le dio asilo y le construyó una pequeña casita junto a su cabaña, a orillas del río Quemquemtreu. Se hicieron inseparables y comenzaron a viajar a distintas ciudades de Chile y de la Patagonia, donde el “doctor” lo presentaba como un “auténtico duende” que contaba fábulas de los bosques andinos.
Un día, volviendo de Bariloche, el auto del psiquiatra derrapó en una curva, “Coquito” salió despedido y falleció. Toda la comarca lamentó su muerte. Poco después, un concejal propuso crear una plazoleta que lleve su nombre, con una estatua “para que las nuevas generaciones lo recuerden”. Sin embargo, pronto el proyecto quedó en el olvido. Con todo, dicen que aún hay hombres que caminan solos por la montaña y escuchan su voz pidiendo “un pesito, un pesito”.