«Primero murió mi hermana. La sacamos de adentro del cuarto porque se ahogaba y la sentamos afuerita de la casa de ella y ahí falleció, en los brazos de nosotros. La llevamos al dispensario, pero llegó muerta.
Mi cuñado vio cómo estaba ella y ahí le dio un infarto, porque él también estaba así, delicadito. Yo digo que el mismo impacto fue.
En el dispensario nos dijeron que teníamos que llevarnos los cuerpos y tenerlos en la casa para llamar al 911. Entonces los trajimos, los pusimos ahí en la casa y estuvimos llama y llama. Pero no venían.
Entonces los embalamos en plástico. Los embalamos como se embala un muñeco. Todo el mundo nos veía como bichos raros, pero estábamos muy asustados porque el ambiente se estaba contaminando».
Bertha Salinas me cuenta su historia, por teléfono, desde Guayaquil. Nos separa una cordillera y una cuarentena. En pocas horas conoceré su rostro.
Ahora solo tengo frente a mí la foto de los cuerpos embalados de sus familiares. Están en el piso de una casa y parecen momias. A mí me recuerdan a las arañas cuando envuelven a sus víctimas en su fina seda.
La ciudad de Guayaquil y la provincia donde se encuentra, Guayas, son las zonas más afectadas por la pandemia de covid-19 en Ecuador.
Según las cifras oficiales, publicadas mientras conversaba con Bertha, Guayas tenía más de 2.400 infectados, de los cuales 1.640 habían ocurrido en la capital provincial.
El 2 de abril, sin embargo, el presidente Lenín Moreno llamó a transparentar el número de víctimas debido a la gran cantidad de gente que ha muerto por el virus pero no figuran en las listas porque no se les hizo un test.
Bertha no es de Guayaquil, llegó allí con toda su familia cuando tenía 14 años.»Yo nací en Santa Elena, en Manglar Alto. Mis padres se vinieron a vivir a Guayaquil y nos trajeron a nosotros pequeños. Éramos 10 hermanos, yo la antepenúltima.
De todos ellos nos quedamos aquí en Mapasingue mi hermana, la que falleció, y yo; ella tenía 67 años y representaba como una mamá para mí. Se llamaba Inés Salinas.
Yo soy casada y tengo cuatro hijos. Ella tenía cinco. A las dos nos dieron nietos. Vivíamos casi en frente y nos veíamos todos los días.
Hasta antes de la cuarentena todos estábamos bien.
Cuando comenzó la cuarentena ya nos quedamos en la casa, y como por una semana no veía que salía le pregunté a mi sobrina, y ella me dijo: «Mi mamá se siente un poquito delicada».
Pero después yo la fui a mirar y estaba bien. Me dijo: «No ñaña, estuve un poquito delicada pero ya me estoy recuperando». Cuando de repente, a los dos días, otra vez recayó y mi sobrina me dijo «tía mi mami está mala, anoche no podía respirar».
Yo me fui a verla a la casa y ella me dijo «ñaña yo me siento mal, me agito mucho, no alcanzo la respiración».
Y ya mi cuñado se puso delicadito, también no alcanzaba como a respirar y movía muy fuerte su barriga.
Le dije «ñaño, ¿qué te pasa?». «No sé ñaña, yo creo que también me voy a morir».
La familia de Bertha se prepara para entrar en la casa de Inés y quemar objetos que estuvieron en contacto con sus muertos.
Bertha me cuenta todo esto desde Mapasingue Este, norte de Guayaquil, hacia donde se dirige un fotógrafo contratado por la BBC para tomarle una foto.
En el relato, su voz es serena y cuando tiene dudas, alguien que está con ella le sirve como de ayuda memoria.
Así me entero de que la familia se comunicó al número 171, designado por el gobierno ecuatoriano para las personas que presenten síntomas, pero se les recomendó quedarse en casa.
Aunque buscaron a un médico particular, nadie quiso atenderlos porque los síntomas indicaban que se trataba de covid-19.
«Ellos decían que esperáramos, que está muy colapsado. Decían «ustedes nomás no tienen este problema, todo Guayaquil está con este problema, por favor esperen» y así nos tenían.
Y mi hermana no quería ir al hospital porque veía en las noticias cómo estaban los hospitales.
«No quiero que me lleven porque dicen que allá están dejando morir la gente, que lo meten al hospital y ya nadie sabe de uno. Yo por eso no quiero ir», me decía.
Incluso en esos días una nuera mía llevó a su tía al hospital y asimismo la metieron y no supieron más de ella. Como a los cinco días le dieron la noticia que ya estaba muerta. También por eso los hijos no quisieron dejarla en un hospital.
Entonces le dábamos paracetamol, como decían, y le dábamos las agüitas de hierba luisa y agüita de jengibre. También le hacíamos vapores de eucalipto.
Yo le dije que si no alcanzaba a respirar tenía que ir al hospital, pero ella dijo: «Si tengo que morirme, moriré aquí en mi casa».
Ella y su esposo murieron el lunes 30 de marzo, como a las dos de la tarde. Ella lo conoció nomás de unos 14 años. Él se llamaba Filadelfio Ascencio».
Aquí es la primera vez que la voz de Bertha se quiebra, como si la angustiara, y la asombrara por igual, el hecho de que dos personas que se conocían desde hace tanto tiempo pudieran morir casi a la misma hora.
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Además de la crisis de salud, con hospitales colmados y unidades de cuidado intensivo colapsadas, Guayaquil enfrenta una crisis en la recuperación de los cuerpos porque la mayoría de las empresas funerarias cerraron sus puertas por miedo al contagio, sin discriminar quien había muerto por el virus de quien había fallecido por otras causas.
En un primer momento se habló de cavar una fosa común, pero la idea no prosperó. El gobierno nacional debió crear una fuerza de tareas para recuperar los cadáveres y se comprometió a tumbas individuales.
La fuerza de tareas involucra al Ministerio de Salud, la policía nacional y las fuerzas armadas, pero incluso estos tres organismos combinados han tenido problemas para lidiar con la Muerte en una ciudad de más de dos millones y medio de habitantes.
Los cuerpos de Inés y de Filadelfio permanecieron más de cuatro días en la casa y la familia Salinas, como otras en Guayaquil, recurrieron a las redes sociales. Allí fue donde yo me encontré con la foto de los cuerpos embalados.