El siguiente artículo es parte del contenido del libro Muchachos, que recorre el Mundial de Qatar a través de las historias de sus protagonistas y que puede descargarse gratis en Bajalibros.
En un momento determinado del Mundial de Qatar mi cuerpo fue atravesado por una luz, una corriente eléctrica que me transfirió desde algún lugar del cosmos una certeza, quizás la única de mi vida: volveríamos a ser campeones del mundo.
No ocurrió mientras Argentina se deslizaba por el campo del Lusail hacia la Gloria Eterna en su alucinante primer tiempo contra Francia. Ni después de los penales atajados por el Dibu contra Países Bajos. Tampoco en el instante en que Messi le sacaba de lugar la cadera al gladiador croata Gvardiol en la anteúltima pantalla de este juego espectacular que es el Mundial de fútbol. A esa altura, como los pájaros intuyen la llegada de la tempestad y rajan, ya lo “sabía”: se nos iba a dar.
Fue una corazonada, un subidón inaudito de esperanza cuando ya estaban por cerrar la bolsa mortuoria de un año de mierda. Fue algo mágico, quizá parecido a cuando éramos chicos y de repente aparecía Papá Noel con los regalos. La felicidad futbolera es lo poco que nos queda del goce primario. ¿Qué hay después de eso? Quizá nada.
Tal vez la adultez sea igual a caminar sobre una cinta transportadora de angustia finita (se termina cuando se termina todo), una existencia en la que cada tanto cruzamos brevemente estaciones de felicidad. Estación criar a tu hijo, Estación jugar con tu gato, Estación amar y ser amado, Estación asado con amigos. Y Estación salir campeón. En esta se detiene pocas veces.
La revelación interior, el rayo de algo más que fe, cayó la tarde en que Messi abrió la puerta de su habitación con su iPhone y se conectó a la computadora de Agüero, en una videollamada entre amigos de toda la vida abierta para 250 mil personas conectadas desde diferentes partes del planeta.
Fue el 7 de diciembre de 2022, en ese hueco desesperante sin partidos entre Octavos y Cuartos de Final. Argentina había sacado del camino a Australia. Estaba con los pies en la orilla del Rubicón, a la espera de cruzarlo tras el clásico con Holanda, y en ese contexto, que en otra época hubiera significado una tensión absoluta, un hermetismo propio de una guerra o de un poema de Pessoa, la Mesa Chica de la Scaloneta quemó para siempre las lonas que instaló Passarella en Francia ‘98 y mostró su alma. Pudimos ver el fuego sagrado.