Un joven desaparecido.
Una fuerza de seguridad aliada al gobierno bajo sospecha.
Un juez sin experiencia en casos de alta complejidad.
Un año electoral.
Servicios de inteligencia intoxicando el expediente y la opinión pública por igual.
La tentación de comparar el caso del soldado Omar Carrasco con la del artesano Santiago Maldonado es muy grande, aunque tienen puntos que la diferencian de manera notable. El primero y fundamental: Maldonado puede estar aún con vida. El segundo: Carrasco no desapareció en el contexto de un operativo de represión.
Carrasco, un joven nacido en Cutral Co, salió por primera vez de su pueblo a los 19 años, el 3 de marzo de 1994 para viajar a Zapala e incorporarse al Grupo de Artillería 161 para cumplir con el servicio militar, que en esa época era obligatorio.
Pasó tres días en un infierno de castigos continuos y el domingo 6 de marzo a la tarde, fue visto por última vez, dentro del cuartel.
Sólo sus padres preguntaban por él, hasta que decidieron hacer pública su desaparición, el 23 de marzo a través de las páginas del diario Río Negro. Ahí el caso tomó trascendencia nacional, aunque no se llegó a mezclar con las elecciones de convencionales constituyentes que se realizaron en abril para reformar la constitución nacional. El presidente en ese entonces, que buscaba la reelección, era Carlos Menem.
El 6 de abril, un mes exacto después de la última vez que sus compañeros lo vieron, el cadáver de Carrasco apareció dentro del cuartel. Fue en el contexto de un rastrillaje pero hoy nadie duda que se trató de una escena armada para “hacerlo aparecer”. Vestía un pantalón que no era el suyo, y tenía el torso desnudo.
Junto al cuerpo había una huella de Unimog. Los soldados dicen que ese día vieron un vehículo así recorriendo el interior del cuartel. Llevaba un carrito, supuestamente con hojas caídas de los árboles. La presencia del Unimog fue negada por los encargados de sostener la historia oficial, y nunca se lo investigó.
A pesar de que el cuerpo estaba descompuesto por el paso del tiempo, y que la autopsia se hizo de manera precaria en el interior del mismo cuartel, bastó para que se supiera que Carrasco tenía tres costillas fracturadas y que eso le había causado un hemotórax que lo mató.
Se cayeron en ese momento las dos primeras hipótesis de los militares del cuartel de Zapala: que había desertado, y que había muerto de frío.
No. A Carrasco lo asesinaron a golpes.
Pero de inmediato se instalaron otras hipótesis: que lo habían matado afuera del cuartel y lo había tirado adentro para comprometer al Ejército, que lo había asesinado una patota de Cutral Co, que había tenido problemas con un comisario…
Todas tenían un denominador común: exculpaban al Ejército.
Como ahora Gendarmería, el Ejército comandado entonces por el general Martín Balza era un aliado estratégico clave del gobierno, encabezado entonces por el presidente Menem. El gobierno no podía darse el lujo de que quedara bajo sospecha.
Una enorme cantidad de oficiales de inteligencia desembarcó en Zapala e interrogó, fuera de todo encuadre legal, a militares y soldados. Como hace ahora el gobierno con los gendarmes, hubo una presión enorme para que alguno se quebrara.
Como sucede ahora con el caso Maldonado, se descubrió que estaban alterados los libros de guardia, que nadie estaba en el puesto de vigilancia que los libros decían, y en medio del desastre se descubrió que Carrasco no era el único soldado que faltaba del cuartel: también había desaparecido Juan Castro. Lo encontraron días después, y aunque dijo que había presenciado la paliza a Carrasco, nunca creyeron su versión.
El equipo de inteligencia del Ejército hizo algo más: llevó todas las pruebas que obtuvo al juez Rubén Caro, y le orientó el expediente a su antojo y conveniencia.
Caro era un defensor oficial que estaba subrogando el juzgado. No tenía la experiencia suficiente para encarar un caso de tamaña envergadura, y aceptó todo lo que se llevaron. Cumplió, y tuvo apoyo político para sortear todos los juicios políticos que le llovieron por presunto mal desempeño.
En estas horas en el caso Maldonado se habla de que la mira está puesta sobre 7 gendarmes, y se echa a correr la hipótesis de que a alguno “se le fue la mano”.
En el caso Carrasco fue un sargento, Carlos Sánchez, el que se “quebró” ante la presión. Dijo que a Carrasco lo habían golpeado un subteniente, Ignacio Canevaro, y dos soldados, Cristian Suárez y Víctor Salazar. Lo quisieron castigar por su mal desempeño y se les fue la mano, dijo. Ellos serían a la postre los únicos condenados, aunque siempre clamaron su inocencia y aunque nunca se explicó cómo hicieron para mantener oculto el cadáver.
Investigaciones posteriores pusieron en duda la hipótesis oficial. El informe de un perito de la policía federal sentó la sospecha de que Carrasco sobrevivió al menos tres días a la golpiza, fue atendido clandestinamente en el hospital del cuartel y murió por un mal diagnóstico.
Sin embargo, jamás se avanzó sobre la responsabilidad de los jefes del cuartel.
La causa penal se cerró “por abajo”, como se dice en la jerga judicial: con la condena al personal militar de menor rango y a dos soldados que estaban por irse de baja.
Mientras tanto, el caso desató un escándalo político. El presidente Menem intuyó de qué lado soplaban los vientos del electorado y dispuso la abolición del servicio militar obligatorio.
Sostuvo, y logró mantener en el cargo, a su jefe del Ejército. Al año siguiente, reforma constitucional mediante, logró la reelección.
Río Negro