El recorrido de Jorge Bergoglio como líder espiritual de más de 1.200 millones de católicos ha estado marcado, desde su ascenso en 2013, por su decidida vocación pastoral, sintetizada en una frase que Francisco no se cansa de repetir: «una Iglesia pobre para los pobres».
En un giro inesperado, el Papa defendió la libertad de conciencia de cada individuo.
Con su Sínodo extraordinario de la Familia -y el documento que de él surgió, Amoris Laetitia- se mostró tolerante y cercano a los divorciados vueltos a casar, a los homosexuales, a las mujeres que abortaron y se arrepintieron, y a los curas que abandonan el sacerdocio por amor.
Ha impulsado, también, debates sobre el futuro del celibato y el lugar de la mujer dentro de la jerarquía eclesiástica.
Para los expertos, es un Papa que, con vocación pastoral, atiende los casos particulares en vez de los dogmas y mandatos rígidos.
«Hay una apertura fresca. Se puede volver a hablar abiertamente», opinó Thomas Schüller, experto en Derecho Canónico en la Universidad de Münster. «No le cortan a uno la cabeza por hablar claro», añadió.
El sumo pontífice cumplió su promesa de ir «a las periferias». Nombró cardenales de regiones lejanas y visitó países como Corea del Sur y Bangladesh.
También, a nivel social, se centró en los marginados e invitó a gente sin techo y a refugiados al Vaticano y se reunió con presos o con personas desfavorecidas.
Lleva así a la práctica su prédica en pos de «pastores con olor a oveja».
En sus mensaje al mundo y especialmente a América Latina, región que visitó en cinco ocasiones, Francisco se ha mostrado sensible a los problemas sociales y ha denunciado sin cesar uno de los grandes males de la sociedad moderna: el aumento de la brecha entre ricos y pobres.
Un modelo de Iglesia que se inspira a las enseñanzas de Pablo VI, el papa que modernizó la institución en los años 1960 y que propone como ejemplo al arzobispo salvadoreño Oscar Romero, la «voz de los sin voz». A los dos los proclamará santos este año.
Su denuncia del capitalismo extremo y el «Dios del dinero», que generan pobres, desigualdades y amenazan al medio ambiente, llevó incluso al absurdo de que el sectores políticos lo catalogaran como un Papa «comunista».
Su encíclica verde lo enfrentó al Partido Republicano durante su visita a los Estados Unidos en septiembre de 2015.
Para el teólogo de la liberación brasileño Leonardo Boff, la de Francisco es «una verdadera revolución». «Nos da ejemplo de que la Iglesia no es un castillo defensivo, sino un hospital de campaña para todos», señaló.
Esa vocación del argentino Bergoglio -que exige que se replique en cada rincón de la institución- ha causado empatía en los fieles, sobre todo entre los más jóvenes, pero le ha valido, como contrapartida, el recelo de los sectores más conservadores del catolicismo y de la Curia romana, la institución que se ha propuesto reformar.
Para el experto vaticanista Marco Politi, es tal el ejército de resistencia en su contra que se trata de «una guerra civil soterrada».
Sus adversarios -públicamente liderados por el exprefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al cardenal alemán Gerhard Müller- opinan que las medidas modernizadoras de Francisco van demasiado lejos, principalmente las referidas al documento Amoris Laetitia (La alegría del amor). Incluso han llegado a acusarlo de herejía.
«El Papa del fin del mundo» tampoco suma amigos dentro de la Curia cuando en sus discursos navideños denuncia frente a los miembros del aparato administrativo de la Iglesia las enfermedades que carcomen a la institución, en referencia a la arrogancia, la vanidad y la corrupción, aspectos tan lejanos al catolicismo pastoral que él pregona.
Francisco tampoco escapó al mayor escándalo en el que está sumergida la Iglesia: los numerosos casos de abusos de menores cometidos por curas.
Aunque aún esté fresco el recuerdo de su traspié durante la gira papal en Chile, a inicios de este año, donde defendió al obispo Juan Barros, acusado por víctimas de haber encubierto los crímenes cometidos por el sacerdote Fernando Karadima, el pontificado de Bergoglio dio importantes pasos en el reconocimiento de las víctimas y en la investigación de esas denuncias.
Creó en marzo de 2014 la Pontificia Comisión para la tutela de Menores, dedicada a salvaguardar a las víctimas. «No hay absolutamente lugar en el ministerio para los que abusan de los menores», afirmó entonces. El mes que viene, la comisión pondrá en marcha el «Grupo Consultivo Internacional de Supervivientes» (ISAP), una nueva plataforma que agrupará las voces de quienes sufrieron pederastia.
Y para corregir su error, envió un emisario a Chile a investigar las acusaciones contra Barros.
Admitido el lugar político que ocupa como jefe de la Iglesia, Francisco cumplió en estos cinco años un rol activo en la diplomacia mundial.
El planeta vive la «tercera guerra mundial a pedacitos», advirtió varias veces, condenando con mayor claridad que sus antecesores flagelos como el terrorismo y la guerra civil en Siria. Contribuyó a impedir una invasión de EE.UU. a ese país, defendió a los inmigrantes y los refugiados, fue clave en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos y contribuyó a las negociaciones de paz de Colombia con las FARC.
Muchas veces, ese activismo, sobre todo en conflictos históricos en el continente, ha sido comparado por sus críticos con lo que califican de tibieza en la mayor crisis que vive América Latina hoy: la crisis venezolana. No obstante, analistas consideran que el Papa se priva de realizar condenas altisonantes para guardarse una última carta como posible mediador cuando las condiciones estén dadas.
Situación similar afronta en Argentina, donde alrededor de su figura se reconfiguró una grieta. Un tironeo que evita que Francisco quiera volver a su casa en el futuro inmediato.
Agencias AFP, DPA y Europa Press, y Ámbito Financiero