La Fuerza Aérea intenta manejar a cientos de miles de aves marinas protegidas en un remoto atolón del Pacífico con un aeropuerto.
La noche del 7 de enero de 2014, un helicóptero de rescate en combate HH-60 Pave Hawk, perteneciente a la Fuerza Aérea de EE UU, sobrevolaba la costa norte de Inglaterra en una misión rutinaria de entrenamiento. A bordo iban cuatro jóvenes: el piloto Christopher Stover, de 28 años; el copiloto Sean Ruane, de 31; la artillera Afton Marie Ponce, de 28 años; y el técnico Dale Mathews, de 38. Entre todos juntaban años de experiencia en las guerras de Irak y Afganistán, pero aquel día se iban a enfrentar a un enemigo inesperado.
Una grulla común estampada contra un helicóptero UH-60 Black Hawk |
De repente, tres gansos, de unos cinco kilogramos cada uno, perforaron el parabrisas del helicóptero, que volaba a 200 kilómetros por hora. Los golpes dejaron inmediatamente inconscientes a Stover, Ruane y Ponce. Un cuarto ganso fue arrollado e impactó como un proyectil contra el frontal de la aeronave, desestabilizándola definitivamente. El aparato se reventó a los pocos segundos contra el suelo, cerca de la aldea inglesa de Cley next the Sea. Cuatro gansos provocaron la muerte de cuatro personas y la pérdida de 40 millones de dólares, según el informe oficial del accidente.
“Ya hemos perdido 23 aeronaves por colisiones contra aves”, explica el biólogo William Grannis, de la Fuerza Aérea de EE UU. Un documento oficial de 2005 informaba de 33 muertes en 22 accidentes provocados por aves desde 1985. La Fuerza Aérea registraba entonces 4.000 colisiones al año, casi siempre leves, y unas pérdidas de 25 millones de dólares anuales. Con el accidente de Cley next the Sea, serían 23 accidentes y 37 muertos en tres décadas.
Grannis acaba de regresar del atolón Wake, un rincón perdido en medio del océano Pacífico que fue descubierto en 1568 por el navegante español Álvaro de Mendaña y fue devastado durante la Segunda Guerra Mundial por bombardeos japoneses y estadounidenses. El lugar es hoy un paraíso para la cría de cientos de miles de aves marinas y está protegido dentro del Monumento nacional marino de las islas remotas del Pacífico. Pero también es un aeropuerto militar, reservado a aterrizajes de emergencia y recarga de combustible. El atolón está bajo la jurisdicción de la Fuerza Aérea de EEUU.
El biólogo Grannis y su equipo tienen una misión singular: expulsar a esos cientos de miles de aves del aeropuerto, pero a la vez conseguir que prosperen en el resto del atolón. Muchas de ellas pertenecen a especies protegidas, como la pardela de Newell, en peligro de extinción. El problema para expulsarlas de una zona y atraerlas a otra es que el atolón —dividido en tres islas pegadas formando una U sobre un volcán submarino— apenas tiene 4,4 kilómetros cuadrados. La isla mayor, Wake, alberga el aeropuerto, con una pista de 3.000 metros. “Intentamos que las aves se vayan a otra isla del atolón, Peale, porque hay muchas vidas y dinero en juego”, resume Grannis.
Este lugar único y contradictorio es el Santuario de Aves de la Fuerza Aérea en el Atolón Wake. Ha sido presentado en el Congreso Mundial de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que se celebra en Honolulu hasta el 10 de septiembre. Wake se encuentra a 3.700 kilómetros al oeste de la capital hawaiana.
Grannis relata las peripecias vividas en el atolón. En 2000, los gestores se dieron cuenta de que los gatos asilvestrados, introducidos históricamente y fuera de control, estaban exterminando a las aves marinas de Wake. En cuatro años, un plan de erradicación eliminó a 170 gatos. Solo quedan dos hembras, de 17 años cada una, domesticadas y cuidadas por una mujer, Maureen Raleigh, que llegó al atolón de niña en 1959. Su abuelo era uno de los hombres que construyeron la pista de aterrizaje.
“Sin gatos, las ratas se multiplicaron de manera alocada”, recuerda el biólogo. Las ratas caseras asiáticas habían llegado a la isla en la década de 1970, en un barco cargado de refugiados que huían de la Guerra de Vietnam. Sin depredadores, los roedores también arrasaban los nidos de las aves. Así que la Fuerza Aérea utilizó sus helicópteros en 2012 para bombardear el atolón con cebos envenenados con raticida.
“Sin gatos y sin ratas, las poblaciones de aves aumentaron, incrementando el riesgo de colisiones con aeronaves”, prosigue Grannis. Era la tercera carambola. El albatros de Laysan y el rabihorcado grande, ambos con dos metros de envergadura, son las aves que más preocupan a los pilotos. Un empleado de la Fuerza Aérea a tiempo completo se encarga de perseguirlos cuando intentan anidar cerca del aeropuerto. Sus armas son una bocina de camión, una red y un cañón de propano para espantar pájaros. Si todo falla, se mata a los ejemplares, si lo autoriza el Servicio de Pesca y Fauna Silvestre de EE UU.
Al mismo tiempo, los operarios de la Fuerza Aérea han acondicionado la isla Peale, quitando las malas hierbas para facilitar el asentamiento de las aves. En el atolón hay 175.000 nidos activos de charrán sombrío, unas aves que anidan en el suelo de islas tropicales. El equipo de Grannis intenta atraerlos a Peale con reclamos, frente a los bocinazos de camión que se escuchan en la otra punta del atolón.
En Wake viven “menos de un centenar de personas”, según confirma Patrick Hannigan, encargado de las obras en las propiedades de la Fuerza Aérea en este rincón del Pacífico. Los habitantes son sobre todo tailandeses que trabajan para el aeropuerto militar, unos 20 contratistas estadounidenses y la señora Raleigh con sus dos gatas. Y cientos de miles de aves espantadas, pero protegidas.