Sábado. Once de la mañana. El portón de rejas sostiene las dos únicas banderas que sobrevivieron al paso de los meses, al salitre y a la ferocidad del viento de la Patagonia. “Sí se puede”, dice una, las franjas celestes y blancas deshilachadas. “Ara San Juan”, dice la otra, unas letras borroneadas por la intemperie. Tres perros vagabundos dormitan contra un paredón. Una bandada de gaviotas aterriza en el muelle.
Lejos quedaron los días en que el puerto de Comodoro Rivadavia, al sur de la provincia de Chubut, era el centro de operaciones del rescate del submarino donde perdieron la vida cuarenta y cuatro tripulantes. Ya no se escuchan las bocinas de los buques noruegos, se fueron los marines estadounidenses y el contingente ruso. No quedan rastros de las cámaras de televisión de los canales de Buenos Aires, ni periodistas del exterior que se sorprendan por las muestras de solidaridad de los comodorenses. Ni por la aridez de un desierto de tierra blanca y apelmazada. Ni por el el azul hipnótico de un mar que parece extenderse hasta el infinito.
“Nos tocó vivir algo importante y nos enorgullece, pero fueron momentos de tristeza. Lo peor fue cuando se declaró que ya no era posible encontrar a los tripulantes con vida; que se dejaba sin efecto la operación de rescate”, dice Favio Cambareri, director de operaciones del puerto, la pava y el mate sobre una mesa de reuniones que quedó vacía.
Tiene 41 años y lo que vivió en esas semanas de noviembre de 2017 será un recuerdo difícil de dejar atrás: “En ese momento yo recibí la llamada de Luis Tagliapietra, padre del teniente de corbeta Alejandro Tagliapietra, que había viajado para conocernos y agradecernos por nuestro trabajo. Justo cuando llegó a la ciudad, se declaró el fin de la búsqueda. Estábamos con él cuando recibió esa noticia. Fue el mismo día del sorteo del Mundial. El puerto era un velorio, pero salías y veías que en los medios estaban hablando de los partidos de la Selección. Era un contraste muy doloroso”.
Acostumbrados al clima hostil, a la soledad y a la desidia, los comodorenses saben lo mucho que vale unirse cuando la naturaleza castiga. “El día que zarpó el buque noruego Sophie Siem con el minisubmarino estadounidense, se juntaron casi dos mil personas en la costa. Hubo que cortar la ruta 3”, dice Cambareri. Pero el apoyo fue más allá: se necesitaban soldadores y las empresas petroleras los acercaron; los vecinos llevaban sus certificados de soldador.
“Todos hicimos nuestro mayor esfuerzo –agrega–. Tratábamos de resolver temas sin empantanarnos en la burocracia ni poner trabas. Una vez, estábamos en medio de un problema y me llamaron para decirme que en el portón de acceso había un cura que quería darnos una bendición. Les expliqué a los gringos de qué se trataba. Y le dije a un portorriqueño: ‘Vos sos latino, nos tenés que comprender’. Otra vez me llamó un vidente de Portugal, me dio la ubicación exacta donde debía estar el submarino. Queríamos intentarlo todo.”
«El último contacto con el submarino ARA San Juan fue el 15 de noviembre de 2017. La búsqueda internacional comenzó cuatro días después. Aún hoy su paradero es desconocido.»
A fines de marzo del año pasado, lluvias intensas en un terreno arcilloso y repleto de desniveles generaron aludes que sepultaron casas, negocios y vías de comunicación. Todavía quedan huellas del desastre, considerado el peor temporal en la historia de la región: rutas partidas al medio, caminos cerrados; al cerro Chenque, que señorea el perfil más conocido de la ciudad, tuvieron que construirle terrazas que contuvieran posibles derrumbes. Pero todavía queda mucho por hacer. Deudas del presente y otras que se arrastraron a lo largo de los años. No importa cuántas administraciones hayan pasado por la ciudad, la provincia o el país, Comodoro parece una ciudad que nunca termina de construirse.
«Algunos marines se perdían y terminaban en barrios peligrosos… Al principio nos preocupábamos, pero después nos dimos cuenta de que si esos tipos habían estado en Irak, nada podía asustarlos».
(Fernando Mercado, arquitecto que ofició de traductor)
Cuenta Fernando Mercado que, cuando los estadounidenses vieron la gente que se agolpaba en la costa, se les caían las lágrimas: “Entre ellos empezaron a decir: ‘Vamos, dejemos todo y zarpemos. Dejemos de comer, de dormir. Salgamos’. Pero el Sophie Siem duró dos días en el mar y pegó la vuelta”. Fernando es arquitecto, tiene 33 años. Como estudió en un colegio bilingüe, su amigo Cambareri lo convocó para oficiar de traductor entre argentinos y norteamericanos.
“El primer día era feriado. Ellos habían hecho tres listas: a, b y c, con recursos que necesitaban para el rescate. Mantas térmicas, barritas de cereal y otros productos resistentes a la alta presión. Si no conseguíamos la lista a, teníamos que optar por el reemplazo de la b. Pero todos los negocios estaban cerrados, así que tuvimos que comunicarnos con los dueños. Hicimos abrir una ferretería, una casa de camping… Todos tuvieron la mejor disposición.”
Fernando cuenta que había un grupo especializado en rescates, los Navy SEAL’s, que habían formado parte de la captura de Osama Bin Laden y cuya función en Comodoro comenzaría una vez hallado el submarino. Mientras tanto, tenían que esperar. “Ibas a los bares de la zona y te los encontrabas. Algunos se perdían y terminaban en barrios peligrosos… Al principio nos preocupábamos, pero después nos dimos cuenta de que si esos tipos habían estado en Irak, nada podía asustarlos.”
Tras una década de bonanza con el petróleo a precio récord, Comodoro cayó junto con la cotización de los barriles de crudo. Y si bien aquí el petróleo fluye desde 1907, lo que sigue faltando es el agua. Un acueducto que nunca funciona, que siempre se rompe, que no termina de dar abasto, obliga a los comodorenses a acostumbrarse a la escasez. Los cortes de agua son cotidianos, pueden durar hasta tres días, y la situación no parece haber mejorado en 117 años de historia. Más bien todo lo contrario. Como el parque de energía eólica, que durante unos pocos años supo ser el más grande de América Latina, pero dejó de funcionar por falta de mantenimiento. O el sueño del estadio techado, que lleva 15 años de idas y vueltas.
“Nunca perdimos la esperanza. Por eso, cuando escuchamos en las noticias que el Presidente había dicho que se detenía la búsqueda, fue un shock para todos».
(Gabriela Simunovic, médica).
“En Comodoro teníamos esperanza. No así en Mar del Plata, donde eran más pesimistas. Acá estaban el buque de rescate, los de búsqueda, los submarinos… Si anunciaban que ya estaba relevado el 70% de la zona de búsqueda, pensábamos que sólo faltaba el 30%, casi nada. Pero evidentemente el tema era más complejo de lo que parecía”, dice Fernando Mercado y muestra, orgulloso, la foto de la medalla al mérito que le entregó la marina de Estados Unidos, en reconocimiento por su labor.
El equipo de dirección del Hospital Regional se enteró un par de días antes de que trascendiera en la prensa, que el submarino perdido podía estar cerca de Comodoro.
Gabriela Simunovic, una de las autoridades, recuerda lo que le tocó vivir: “Apenas nos enteramos, vinieron los norteamericanos a pedirnos insumos, entre ellos tubos de oxígeno ultralivianos. Los nuestros eran viejos y pesados, pero después de mucho esfuerzo los conseguimos. También nos pidieron insumos de farmacia, desde tijeras hasta medicamentos. Cortamos las licencias porque creímos que los tripulantes iban a aparecer con vida y que íbamos a necesitar a todo el cuerpo médico disponible. El laboratorio, el banco de sangre, diagnóstico por imagen… Nunca perdimos la esperanza. Por eso, cuando escuchamos en las noticias que el Presidente había dicho que se detenía la búsqueda, fue un shock para todos”.
Gabriela sabe de qué habla cuando se trata del compromiso del pueblo comodorense con una causa. El año pasado, durante la inundación más grande de la historia en la región, fue testigo del aluvión de voluntarios que ayudaron a sacar el barro y atender a las víctimas del alud.
El mismo compromiso que hoy tiene Gonzalo Pérez, presidente de la Agrupación Isabel, una ONG que construyó una réplica del submarino para superar el dolor por la pérdida y el enojo por ver que fue Alemania, y no Argentina, el primer país en homenajear a las víctimas. O los 15 buzos que se sumergieron, en fila y acompañados por el toque de silencio de una trompeta, para rezar bajo el agua. Como ellos mismos declararon: “Una manera de decir que seguimos esperando respuestas”. Pero las respuestas no llegaron. Los perros seguirán echados contra el mismo paredón, a refugio del viento. La sombra del Chenque se recortará sobre el muelle. Los comodorenses se detendrán cada tanto para mirar el paisaje incomensurable del mar. Debajo de ese azul profundo, en esa inmensidad, quedó sepultada para siempre otra esperanza perdida.
Fuente: Clarín.