Desde hace más de dos décadas, el Estado usa su estructura institucional para promover el sacrificio de enormes territorios en nombre del bien común. Chubut le dice: “No a la mina” desde hace 20 años.
Antes, en la plaza de Esquel; este invierno, pese a la pandemia y el frío bajo cero, la gente hacía colas en la puerta del supermercado para firmar los petitorios contra el extractivismo. Pero los ambientalistas parecen invisibles ante el gran relato de la política, mientras el lobby sigue intentando morder la tierra.
En las provincias que tienen minerales en su geografía, los argentinos viven en una situación constante de zozobra, obligando a pueblos y ciudades enteras a estar a la defensiva de un posible batacazo irreparable. La que era maestra tuvo que convertirse en agitadora, al igual que la enfermera, que se hizo experta en escribir panfletos. El científico aprendió a cortar rutas junto al comerciante, los estudiantes o las mujeres con bebés en brazos. No importa la profesión, la edad, la clase o el género, todos recibirán después el mote de “ambientalistas” como un insulto que los descalifica al nivel de un subversivo.
Y esto es porque el Estado -más allá de quién lo conduzca- viene desde hace más de dos décadas usando su compleja estructura institucional para promover el sacrificio de enormes territorios bajo la premisa falsa del bien común. Son los conflictos que crea la megaminería.
Chubut es, con Comodoro Rivadavia, la cuna del petróleo argentino, una provincia de carácter históricamente extractivista. Y, sin embargo, su gente no quiere ni oír hablar que entre sus cerros o en la meseta se esconde lo que los políticos creen que es una varita mágica cargada de plata, oro o cualquier otro metal. Esa narrativa no encaja en la sociedad ni siquiera cuando el Estado provincial le debe tantos sueldos a sus empleados que se los quiere pagar en cuotas sin interés como las de Ahora 12.
Desde hace 18 años, cuando Esquel le dijo al proyecto el Desquite, de la entonces Meridian Gold, que “No es No”, el lobby intenta e intenta volver a morder la tierra de la provincia como fuera. Si hay que comprar voluntades, las compra. Y si un político tiene que romper promesas electorales, como lo hizo el gobernador, Mario Arcioni, las rompe. Aunque tenga a todas las ciudades, pueblos alzados y parajes, llenos de bronca.
En el rechazo a la megaminería, ya sea en Chubut o en Mendoza, Catamarca, San Juan, La Rioja o Córdoba, no hay un conflicto ideológico o partidario. Son miles y miles de personas comunes que defienden su territorio, su conexión con el entorno natural, el mundo vivo. Defienden algo que capaz no puedan entender en los centros de poder, donde lo que importa es el dinero, las cifras millonarias de inversiones que prometen las empresas, que vienen expresadas en miles de millones de dólares.
La megaminería no es otra cosa que un proceso industrial de alto impacto, que consiste en hacer volar violentamente la roca, molerla y someterla a un proceso químico tóxico, de distintas características, que usa intensivamente el agua. Lo que queda es un gigante agujero con gradas de colores, además de escombreras de roca que ellos llaman “estéril” porque no tienen carácter comercial. Sin embargo, estas acumulaciones de material pueden tener metales pesados o sustancias nocivas para la salud. Nunca habrá dónde ponerlas suficientemente a salvo, ni del viento, la lluvia o la nieve o de procesos geológicos imprevisibles como los terremotos.
Por eso es un oximoron, una contradicción decir que la megaminería es sustentable, como promocionan las empresas con léxico siglo XXI, vistiéndose de falso verde. Esa imagen pertenece al orden de una cosmética, una pasarela de modas. Es un juego de palabras. En la realidad, en la cruda realidad, ya sea de la montaña, la meseta o los ríos, lo que queda es destrucción y contaminación. Ningún Estado podrá ejercer control a este desquicio, como prometen muchos políticos cuando le hablan de estos enormes proyectos. ¿Cómo detener un tsunami? ¿Con una policía provincial? Parece un chiste.
El primer gran emprendimiento minero de la Argentina, que entró amparado bajo las reformas del menemismo, fue Bajo la Alumbrera, en Catamarca. Ya tendría que estar cerrado, pero una UTE (Unión Transitoria de Empresas) entre Yamana Gold y Glencore quiere seguir usando sus instalaciones para continuar mordiendo el majestuoso cordón de Nevados del Aconquija.
En Andalgalá -donde hace una década hubo una brutal represión contra los asambleístas que se oponían al proyecto Agua Rica, donde las empresas sueñan con seguir expandiéndose- la gente vigila cada movimiento y jamás se echa para atrás. En 2010 les tiraron con perdigones y con maquinaria de la mismísima mina, algo que hizo llorar al pueblo entero de dolor e indignación. Pero ahora, en cambio, el método de persuasión no es la fuerza, sino una extraña diplomacia soft. Mientras siguen con recursos ante una justicia provincial débil y maleable, les mandan a un negociador para tratar de convencer a los lugareños que desconfiar de las empresas mineras es caer en “las trampas de la mente”.
¿Por qué los proyectos mineros brotan como hongos en Chubut, una provincia que tiene prohibida la minería a cielo abierto?, preguntan todos en la provincia, del mar a la cordillera. Hay más de cien esperando la “zonificación” que ha venido tratando de impulsar Arcioni, hasta ahora sin suerte, a pesar de las buenas vibras que le llegan desde Buenos Aires.
¿Por qué la empresa canadiense Pan American Silver anuncia en su página web que tiene en la meseta su emprendimiento más fabuloso, como el proyecto Navidad, si no hay licencia social que permita una sola voladura?
Todas las empresas extractivistas confían en que a la larga podrán torcer a su favor cualquier adversidad que hoy tienen enfrente. Acaso untando generosamente los bolsillos de legisladores, como evidencian los escándalos que en Chubut saltan a cada rato, sin consecuencia penal alguna. O por algo más peligroso todavía: porque en el Estado argentino persiste la ideología de rapiña sobre la naturaleza, la misma que rige en esta parte del mundo desde la colonización. Esa narrativa habilita a avanzar sobre los territorios a como dé lugar, buscando algo para hacerte rico rápido.
Por eso se justifica la destrucción de los bosques para poner soja o vacas. O se rocía la gente y escuelas con agroquímicos desde aviones, aunque haya epidemias de cáncer en los pueblos. O se subsidia con dinero de todos los argentinos a Vaca Muerta, sin importar la violencia destructiva del fracking. O se propone, una y otra vez, la megaminería como solución cuando las poblaciones se oponen usando como recurso sus propios cuerpos, que es la máxima expresión de resistencia pacífica.
En Chubut ya se recolectaron dos veces miles y miles de firmas para someter a plebiscito la prohibición definitiva a los mega emprendimientos. Sivina Borgia, de la Asamblea No a la Mina de Esquel, me contó que la gente hacía cola para firmar a la salida del supermercado, a pesar de la pandemia, que era invierno, había nieve y varios grados bajo cero.
Desde la perspectiva extractivista, el territorio es como la nada misma, sobre todo cuando se trata de la meseta patagónica, ya sea para explotar mineral de plata en el proyecto Navidad o gas y petróleo en Vaca Muerta. Esto es así pese a que es un milagro que la vida se haya desarrollado y evolucionado de manera bella, de las formas más increíbles, en un ambiente seco y tan pero tan ventoso que sus ráfagas son capaces de voltear a una persona enjuta, parada sobre sus pies. O de hacer andar un auto sin conductor, propulsado por sus puertas abiertas como velas.
Esa “nada” es un constructo ideológico que no podrían compartir sus habitantes. Hablo de esto con una mapuche tehuelche de la comunidad de Yala Laubat. Me pide que no use su nombre por seguridad; su comunidad estaría directamente impactada por el proyecto Navidad. “El territorio es un lugar sagrado”, dice. En su cosmovisión, desde las plantas, a los animales o las piedras, tienen un valor espiritual. “Sagrado es todo el territorio, desde la piedra al mallín. Todo tiene sentido de vida”, agrega.
Nadie rompería una catedral si hubiera petróleo abajo, pero los territorios de los “antiguos” son descartables porque la minería ofrece trabajo. En la meseta, sin embargo, lo que ha traído la Pan American Silver es división entre los pocos empleados que tiene la compañía contra el resto de los vecinos. Para zanjar esa “grieta” ofrece la famosa Responsabilidad Social Empresaria (RSE). A saber: alcohol en gel, barbijos, camisetas para los clubes de fútbol, posters para las escuelas que alaban la “rica” geología de la zona, llena de minerales salvadores y -por qué no- el patrocinio de las fiestas de los pueblos: ya sea en homenaje a la taba, la guitarra o lo que venga en ocasión.
Las empresas se vestirán con la piel de oveja de la sustentabilidad, pero hay bancos que tienen prohibido prestarles dinero como si fueran criptonita, porque saben que es un negocio maldito, que arrastra derechos humanos vulnerados. Por ejemplo, el Danske Bank, el segundo más importante de Noruega, no puede extenderle ninguna línea crediticia a Barrik Gold, a la que aman indistintamente en la clase política argentina a pesar de los derrames con cianuro en San Juan. Tampoco le pueden dar plata a Bunge, Cargil o ADM, que se encargan de nuestras exportaciones de commodities. Es por su exposición a la deforestación.
Gastre, donde está Navidad, tenía como destino ser un basurero nuclear, no solo de la mugre atómica de las centrales argentinas -por las que a la élite se le cae la baba, con mentalidad de Guerra Fría-, sino del mundo también. Aunque los planes venían de los años 80, fue Carlos Menem el que los quiso ejecutar, y ese constituyó el punto de partida que despertó a Chubut y la convirtió en una provincia escuela contra el extractivismo, muy a pesar de la historia de Comodoro Rivadavia. La crisis del 2001 generó la estructura transversal de las asambleas, que persisten y se multiplican desde en las ciudades a los parajes más chicos. Y luego se reproducen en las otras provincias donde la minería quiere entrar.
Pero las asambleas no producen dirigentes políticos y, por eso, una y otra vez, entran en colisión con los que están en el poder cuando en nombre del desarrollo “sustentable” buscan -otra vez- poner a los territorios en la pira sacrificial. El establishment las invisibiliza. Las omite como sujeto de derecho. Son la nada. O, peor, son “ambientalistas”.
Chubut tiene sólo un río que le da de beber a la mitad de la población de la provincia. Y un sistema de mallines (humedales) en la meseta que gracias a que el suelo arcilloso guarda agua como si fueran vasijas gigantes. Estas, a su vez, son fuentes de vida diversa. Nadie quiere perder eso, por más que te digan que hay tecnología para hacer minería de manera segura. Aunque las empresas ofrezcan el oro y el moro. Literalmente.
Chubut es la cuarta provincia exportadora de la Argentina. Tiene petróleo, tiene pesca que arranca del mar, tiene una fábrica de aluminio. Y, sin embargo, eso no ha salvado al estado provincial de una bancarrota permanente desde hace más de dos décadas. ¿Será que algo está mal en el modelo de desarrollo? La gente ya no quiere eso: ese es el mensaje de las asambleas. Y el de todas las resistencias territoriales que hay a lo largo y ancho de nuestro hermoso país. Capaz que son invisibles a los ojos del gran relato de la política. Pero allí se esconde una fuerza inmensa.
Fuente: Marina Aizen.