En el barrio de Kendall (Miami), el viernes hasta medianoche se formó una orquesta desacostumbrada, una jam session de música para la supervivencia. El ruido de la madera para tapar ventanas, de los martillos golpeando con ahínco y de los equipos de música animando la faena antes del diluvio y de los vientos del monstruoso huracán Irma. «Ya se sabe cómo somos los latinos, nuestra onda no se va ni aunque se acerque el huracán más duro de todos los tiempos», decía esta mañana Indra Cantillo, cubana de 33 años. «Esto está siendo clavos, tablas y reguetón».
Ella está en una casa con cuatro personas más pero, una vez bloqueadas todas las ventanas con tablones, en breve se irán a casa de unos amigos donde se juntarán 10 en una sola habitación.»Nos llevamos con nosotros una bolsa de basura enorme llena de sardinas, galletas y papas fritas porque es lo único que nos habían dejado todos los que pasaron antes a vaciar el [supermercado] Walmart», bromea. En su zona nadie se había olvidado de tener un dominó o un juego de mesa Monopoly para pasar las horas de encierro. Los vientos empezaban a soplar esta mañana, pero todavía no eran fuertes.
Toni Martínez, de 48 años, contaba esta mañana lo que veía en Miami Beach, una zona que puede recibir un impacto brutal. «Esto es una ciudad fantasma. Alguna persona paseando a sus perritos, algún policía, ni un solo coche aparcado en las aceras que siempre están abarrotadas. El cielo está seminublado, no está lloviendo y hay una calma tremenda», dijo. Él, su pareja Deya y la perrita de ambos, Ganja, están bien protegidos en una cuarta planta con todas las ventanas cerradas con «acordeones metálicos». Dice que su casa «es una lata de sardinas». Son cubanos y crecieron en La Habana entre ciclones. «No estamos nerviosos, esto es cuestión de esperar, nada más. Es una ruleta rusa. Hasta el último momento no vas a saber si pasa o no por encima tuya». Lo que les inquieta es que su edificio está entre dos grandes grúas que no han sido desmontadas a tiempo. «Se va a poner feo si esas grúas se ponen a dar vueltas con el viento», piensa.
Toni, Deya y Ganja esperan confiados a Irma. Han tomado todas las precauciones. Aunque saben que puede ser un huracán de armas tomar. Ton cuenta que dentro de la calma que ahora mismo lo rodea solo hay un leve, poético y ancestral elemento de alerta. «Los pájaros están saliendo en bandadas, grajeando muy nerviosos. Más que nosotros». Las aves saben quién se acerca. La madre naturaleza.
En algunas casas, apuntaba Cantillo, las provisiones de cerveza eran iguales o incluso mayores a las de agua. En otras los preparativos para defenderse del huracán han contemplado también lo necesario para celebrar como se debe el paso de Irma en cuanto acabe la pesadilla. En casa de Miyenu de Montis, una agente inmobiliaria de 35 años y origen nicaragüense, tienen preparada una barbacoa portátil para sacarla al patio y asar carne en cuanto los vientos salvajes y las lluvias bíblicas se retiren.
«Estamos en casa de mi cuñado en Little Havana tomando café cubano», explicó De Montis. Van a ser diez, contando cinco niños. Ella y su marido dejaron todas las ventanas y puertas de su casa de Miami Beach forradas con un material de última generación conocido como tejido antihuracán, una lona elaborada con un material similar al de los chalecos antibalas. De Montis confía en pasar Irma indemne. Se han preparado como soldados expertos en mil batallas climáticas. Ella era una niña cuando en huracán Andrew devastó Miami en 1992. «Me acuerdo de manera difusa. Un ruido espantoso que no quiero recordar ahora. Un árbol cayendo sobre la casa de mi vecina». Pero están preparados. «Tenemos aquí cien litros de agua».
Uno de los rumores que se escuchan por las calles de Miami es que en los barrios más humildes de la megalópolis hay gente arrancando los tablones de sus ventanas para que Irma las deje hechas papilla y cobrar una indemnización del seguro. Un empleado de un hotel decía ayer sobre su coche: «Yo no me he preocupado por meterlo en un garaje cerrado. Ojalá salga volando y me den uno nuevo».
Ayer en el Downtown de Miami, casi desierto ya porque está junto al mar, un obrero limpiaba con la manguera su vehículo, que se le había llenado de arena. Dijo que no estaba dispuesto a hablar del huracán. «Ese no es mi asunto», respondió gruñón en inglés el empleado anglosajón, que no quiso dar su nombre. Pero de repente se puso a hablar de lo que sí le obsesiona. No una catástrofe natural. Sino que «la ONU no pone dinero y Estados Unidos tiene que pagar por todos». Dijo que lo único que le importaba era que «en esta nación se creen trabajos para los americanos, aunque no se definió exactamente como un patriota. «Yo no amo a mi país. Amo a mis dólares y amo a mi coche negro de interiores negros comprado hace tres semanas».
Solo unos pocos centran sus preocupaciones en este momento en cosas tan peregrinas como la relación financiera de Washington con Naciones Unidas. El 99% de la población de Miami solo piensa en lo que se les viene encima.
El País