La crisis internacional llevó a la economía argentina en el podio mundial de la inflación.
Por una vez, Argentina se subió a una tendencia mundial con experiencia en la materia: la inflación y la inestabilidad económica global es el enemigo público número uno de la economía mundial. Claro que cuando la última medición del IPC arrojó un alza del 7,4% resulta casi el promedio de la OCDE, pero de todo un año (Alemania, en dicho mes tuvo 7,4% interanual, por ejemplo). En nuestro país la inflación interanual midió 71% pero las proyecciones ya dan 92% solamente con repetirse en los últimos cinco meses del año el promedio de los primeros siete: 5,6%, detalla el artículo de Revista Noticias.
Claro que esto puede llegar a ser una visión optimista: lo que queda del año puede parecerse más al primer cuatrimestre, con lo que aliviaría la presión al Gobierno en vísperas de un año electoral pero también ser un espejo de los últimos dos meses, con lo que se rompería fácilmente la barrera del 100% anual.
Culpables. En todos los casos, existe un consenso que dos factores empujaron a la inflación a tener los registros más altos en 40 años: el shock energético acelerado por la invasión rusa a Ucrania y el tsunami monetario con que todos los países intentaron compensar la caída de actividad productiva durante el largo año de la pandemia.
Este panorama se potenció en Argentina con los serios desequilibrios con que la economía ingresó a la pandemia y las restricciones con que la coalición de gobierno le marcó la cancha a la política económica.
En los últimos 75 años, sólo en el 20% la inflación anual fue de un solo dígito. También, según datos del Banco Mundial, desde 1960, el país vivió 22 años en recesión (el 36% del total). Prácticamente, el ingreso por habitantes quedó estancado en los últimos 20 años y el PBI total aumentó desde 2012 el 0% promedio contra las “tasas chinas” de la salida de la convertibilidad.
A lo largo de la historia reciente, al menos del último medio siglo, el flagelo inflacionario fue acompañado por iniciativas por aplacar su impulso con más derrotas que victorias en esa proclamada lucha. La ampulosa afirmación del Presidente en marzo de iniciar una “guerra” contra la inflación se convirtió pronto en una frustración más en esta saga de diagonales para intentar controlarla sin apelar a medidas de ajuste.
Pases mágicos. La secuencias de recursos varió desde índices de precios “sin carne”, en los 70, cuando era un producto esencial para la canasta familiar; el “dibujo patriótico” de las cifras del INDEC, durante la intervención de Guillermo Moreno, el control de cambios para generar un dólar barato, los cepos a las exportaciones e importaciones, para garantizar abastecimiento de alimentos a un precio subsidiado y el achatamiento de tarifas de los servicios públicos; por citar algunos de los intentos por controlar lo inevitable. Un esfuerzo insostenible para encausar a la economía en el carril de la normalidad.
Para Jorge Colina, economista de IDESA, la razón de esta persistencia es que en todos los gobiernos (peronistas, radicales solos o en alianza e incluso militares) “lejos de haber grietas o diferencias hubo un robusto consenso: que el Estado gaste por encima de sus recursos. Y eso se financió crónicamente con deuda o con emisión y por eso tuvimos inflación recurrente”.
El déficit fiscal fue otra característica de la economía argentina pero que se remonta a los albores de la Independencia. Siempre hubo agujeros que tapar, ya sea por guerra, conflictos internos o por dificultad de apropiarse de las rentas. Algo parecido a lo que ocurrió en el resto de la región, pero que está en proceso de revisión. Hasta el díscolo régimen bolivariano está convergiendo a las tasas inflacionarias del resto de sus vecinos: en julio pasado la interanual fue de 137% pero la acumulada desde enero, 48%. Sólo dos puntos separan la fatídica profecía que la economía argentina se iba a “venezualizar” (46%, según el INDEC para el alza del IPC desde enero). A juicio de Eduardo Levy Yeyati, decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Di Tella, “Latinoamérica aprendió a odiar la inflación (y a contenerla) porque entendió que creaba pobreza (y volteaba gobiernos) y hoy pocos reconocen que es la contracara de muchos de los beneficios que se demandan del Estado (subsidios, dólar y crédito barato, protección, transferencias sin fondos”.
Planes. En Argentina, la implementación de planes de estabilización duraderos fueron pocos pero que terminaron implosionando por su propia debilidad intrínseca. El plan Gelbard de “inflación 0” terminó en dos años con la explosión del “rodrigazo” (1975). El Austral fue, quizás, el primero que intentó domar el potro inflacionario con un abordaje integral (desagio, control de cambios y modificación de expectativas) pero que terminó sucumbiendo a la descoordinación fiscal y el acoso sindical, que desembocó, luego de cuatro años al regreso a altas tasas de inflación y una breve híper, en 1989.
El otro, duradero y que aún sigue probando discusiones por sus efectos secundarios y los condicionantes que enfrentó, fue la convertibilidad (1991), que duró hasta 2001. El economista Juan José Llach, viceministro de Economía en el primer tramo del plan, analizar la raíz de la inflación interminable: “tratar, desde el poder político, validar los deseos de consumo de la población sin acompañarlos de incentivos adecuados para la producción”. En su óptica, los casos que se estudian como modelos de son España en los ‘70, Israel en los ‘80, Chile en los ‘90 y Sudáfrica, ya en el siglo XXI. “Lo que tuvieron en común fue lograr acuerdos de maximizar la estabilidad de precios, reduciendo el consumo presente para maximizar el consumo en el mediano y largo plazo”, subraya. Y estos ejemplos lo llevan a pensar que es muy difícil que la Argentina pueda reducir sostenidamente la inflación sin un mínimo de acuerdos conducentes a la disciplina fiscal y, en ese marco, también monetaria.
Al parecer, no hay magia, pero tampoco receta para la tecnocracia económica. Alicia Caballero, profesora y ex decana de Ciencias Económicas de la UCA ve una explicación en la no aceptación de los límites. “La restricción presupuestaria es un límite. El ‘no’ siempre termina siendo un ‘tal vez’, o un depende … individualmente pensamos que tenemos más derechos que obligaciones y que los bienes, aunque tengan costos, no deben tener precio”, reflexiona. Es lo que Levy Yeyati observa con preocupación en el festival de eufemismos para disfrazar nominar a la corrección tarifaria. “No veo una demanda de reducción de subsidios. Al contrario, con este recorte marginal muchos hablan de tarifazo. Pero tampoco por una reforma previsional o reducción de exenciones”, concluye. La batalla contra la inflación es difícil, pero la guerra es una misión casi imposible con este contexto.