A principios de 2023 se anunció un crucero que durante 1095 días recorrería los mares del mundo entero. Muchos pasajeros vendieron sus casas y dejaron sus trabajos. Pero nada salió cómo se esperaba. La sucesión de improvisaciones e irresponsabilidades de la empresa naviera. Las historias de los hombres y mujeres que quedaron varados, sin vivienda y sin ahorros.
En estas horas, el crucero más largo del mundo tendría que estar abandonando el puerto de Ushuaia para dirigirse por esas aguas inquietas hacia Punta Arenas. Eso hubiera sido factible, claro, si la empresa hubiera conseguido, al menos, un barco en condiciones de zarpar.
El crucero más largo del mundo. 135 países. 382 puertos. 1095 días. Tres años y medio de travesía. Los 7 continentes. De Nueva York a Japón, de Australia a Estambul, de India a Ushuaia. El Taj Mahal, la Gran Muralla China, los Moái de la Isla de Pascua, las Pirámides de Egipto y cualquier otra gran maravilla natural o cultural del planeta. La travesía que recorrería el mundo con más de mil pasajeros a bordo ni siquiera llegó a zarpar.
Lo que sería un viaje inolvidable e histórico se convirtió en una catedral de la improvisación, en una de las cimas universales de la mala praxis empresaria.
La vida en el mar. Ese fue el lema que pergeñó la empresa turca Miray Cruises, una naviera mediana que se especializaba en viajes breves, de tres o cuatro días, por las costas turcas y por las islas griegas. Esta aventura era de otra escala, de una ambición muy diferente.
Los valores de las cabinas no eran baratos. Las más económicas, las internas y ubicadas en cubiertas inferiores, costaban 95.000 dólares. Las más caras, las suites con mayores comodidades y gran vista, pero siempre estrechas, casi un millón de dólares.
Hubo quienes vendieron su casa para afrontar los pasajes, otros gastaron los ahorros de toda su vida, muchos renunciaron a sus trabajos. Tres años y medio parecía mucho tiempo como para pensar más allá. Era la oportunidad de vivir una experiencia única.
Varios pasajeros, más allá de darse el gusto, más allá de vivir una aventura lujosa, de conocer el mundo, hicieron cálculos y sostenían que la tarifa que ellos pagaron resultaba más barata que mantenerse en una gran ciudad durante tres años y medio. La otra gran ventaja: no tener que preocuparse, por más de mil días, por lo que se va a cocinar cada noche.
El lanzamiento provocó una gran conmoción. Notas periodísticas y posteos en las redes sociales provocaron una avalancha de visitas y consultas en la página web. Millones de clicks. Las ventas también fueron un gran éxito. En poco más de tres semanas ya se habían reservado la mitad de los camarotes. Pero cuatro semanas después, las ventas se frenaron de manera abrupta. La publicidad, alrededor del mundo, se incrementó pero la ocupación no aumentaba.
Un nuevo concepto: los cruceros residenciales. En estos momentos hay uno de nueve meses de duración que pocos días atrás pasó por el puerto de Buenos Aires y que ahora atraviesa el hostil pasaje de Drake: el Ultimate World Cruise. Se convirtió en una sensación en redes sociales. Una especie de reality show que a través de Tik Tok, Instagram y Twitter van construyendo los pasajeros que comentan las distintas comidas, muestran los camarotes inundados, la escasez de algunos productos o lanzan el rumor de que determinada pareja es swinger, lo que provocó un gran revuelo y una desmentida posterior que sirvió más que nada para que otras parejas liberales dentro del barco se dieran a conocer.
La promoción evitaba la palabra crucero. Esto era otra cosa, otro concepto. Mucho más que una forma de viajar: una manera de vivir.
Por si alguien imaginaba que el crucero sólo estaba pensado para jubilados que podían contar con tanto tiempo por delante libre, las publicidades hacían hincapié en la extraordinaria capacidad de conectividad que tendría el barco y en sus múltiples espacios que permitirían trabajar con comodidad. El casino era reemplazado por un gran salón para trabajar, con enchufes, puertos USB, hermosos escritorios y cómodos sillones. El Kid’s Club se convertiría en un amplio mirador.
La mayoría de los pasajeros eran norteamericanos que habían visto promociones y notas en CNN y en el programa de TV matutino de mayor rating. Los clientes no eran sólo jubilados. El 30% tenía menos de 50 años. El promedio de edad era de 56.
El concepto era atractivo pero es como si a los dueños de la compañía naviera el ingenio se les terminó con el tagline, el concepto de la travesía: el viaje más largo del mundo. La vida en el mar. Más que un gran negocio, fue una idea difusa, una ilusión simpática, una irresponsable utopía sobre el agua. Se les olvidaron algunos pequeños detalles: la financiación, los derechos para amarrar en cada puerto, los seguros, la logística para proveerse de comida alrededor del mundo, entre otras (muchísimas) cosas.
El impulsor del proyecto fue Mikael Peterson, un empresario (casi un eufemismo) de Miami, que imaginó la travesía de largo alcance. Le faltaba un pequeño detalle para ponerlo en marcha: el barco. Peterson no tenía ninguna nave en la que llevar adelante su idea. Eso fue lo que provocó que entrara en escena Miray Cruises, la empresa turca. Parecía el socio ideal; unos meses antes, había adquirido el MV Gemini, un crucero con capacidad para 1074 pasajeros.
A medida que el proyecto avanzaba, se fueron contratando técnicos y especialistas. Uno de ellos puso en duda que la capacidad de combustible del buque alcanzara para cruzar el Atlántico o para atravesar las aguas del Pacífico Sur. Y cuando fue consultado por la manera en que ese inconveniente pudiera ser subsanado, respondió que no creía que fuera posible ni siquiera con una inversión de 10 millones de dólares.
Otro se percató de que si la ocupación era total, si se vendían los 1074 pasajes, era más que probable que no hubiera sitio adecuado para que todos comieran con comodidad o que ese ámbito descontracturado y cómodo de trabajo que habían prometido fuera imposible de generar: alguien llegó a decir que muchos iban a tener que poner las laptops en sus faldas. En poco tiempo se volvió evidente que el MV Gemini no servía y que debían buscar uno nuevo. Miray Cruises, una vez más, aportó la solución. Comprarían el Lara. Tenía más capacidad, autonomía suficiente para atravesar los océanos más vastos y las comodidades que al otro le faltaban.
A muchos les pareció muy atractivo el programa. Una vida de ensueño, comodidad, conociendo los siete continentes. Para eso decidieron vender sus casas. Así no sólo conseguían el efectivo, sino que se despreocuparían de los gastos y el cuidado de sus viviendas por todo el lapso del crucero.
El depósito inicial oscilaba entre los 5.000 y los 10.000 dólares. Unas semanas más adelante debían cancelar la totalidad. Los que abonaban todo el valor de entrada recibían un descuento tentador.
Si a esta altura, usted cree que los organizadores habían colmado la capacidad de improvisación, tuvieron otro olvido no menor. No habían pensado en cómo cobrarle el dinero a los clientes. Había pasajeros que querían pagar pero la empresa no había previsto mecanismos para facilitárselos. No habían pensado un plan de cuotas y a muchos se les hacía difícil desembolsar cientos de miles de dólares en un solo pago. Alguien les habló de la banca escrow, un sistema por el que una parte deposita el total de la cuenta pero siempre tiene a la vista el dinero; así cuando se cumplen los plazos o las condiciones pactadas la otra parte puede acceder a la porción prevista pero si ésta incumple, el que depositó puede recuperar su plata.
Eso no fue el único problema. A pesar de que la mayoría de los futuros pasajeros provenían de Estados Unidos, la empresa no tenía cuenta bancaria en ese país. El dueño de la empresa turca tenía, también, una pizzería en Estados Unidos. Así las transferencias de los que sacaban pasajes en el crucero más largo del mundo se mezclaban con los que pedían una grande de pepperoni.
Estas idas y venidas, las dificultades ostensibles, las respuestas dubitativas y hasta contradictorias de los empleados de la empresa ante las consultas urgidas de los pasajeros, hicieron que varios empezaran a sospechar de la solidez del proyecto. En pocas semanas cancelaron la reserva de 25 cabinas. La empresa comunicó que la compra de la nueva nave casi estaba finalizada, que sólo restaban unos pequeños detalles formales. La caída de las reservas provocó un efecto dominó. La inquietud y los rumores corrían y cada vez eran más los que intentaban bajarse del viaje más largo del mundo. La empresa sacó un nuevo comunicado informando que a los que cancelaran a partir de ese momento sólo se les devolvería el 10% de lo pagado.