En su acepción más pura, Democracia es el gobierno del pueblo. O debería serlo. No obstante, desde la génesis del sistema hasta nuestros días el concepto ha ido incorporando condiciones, estados, situaciones que amplían claramente esa definición. Vivir en democracia es mucho más que acudir a las urnas cada tanto, que elegir a un representante para que actúe en nombre del resto de los ciudadanos para el beneficio común, que así debería serlo aunque hoy cueste recordarlo. La democracia se practica todos los días, se defiende en los campos más variados y se la conserva desde todos los ángulos. Y bajo el resguardo de las mismas consignas se la pisotea.
Implica respetar consignas, normas, leyes y valores. O debería implicarlo.
La carrera política se ha convertido en un escalón de supervivencia no del más apto, sino del más inescrupuloso. Ese “hay que estar dispuesto a meter las manos en el barro”, frase brillante en su construcción semántica, música para oídos que se presten, degeneró en justificación de crueldades y tropelías diversas bajo el paraguas de aquel “bien común” al que tanto se echa mano y bastardea, como a la democracia misma.
En los últimos meses, largos, Chubut se ha inundado de supuestas agencias de noticias, algunas bajo nombres insólitos aludiendo a la posesión absoluta –y en exclusiva- de la verdad y también de perfiles de redes sociales (Facebook, Twitter) que desde su anonimato no son sino cloacas de exposiciones negativas sobre el rival político, sin distinción de colores partidarios, y con ausencia de cualquier delicadeza. Hay algunas verdades, muchas fantasías, frondosas falsedades y generosas listas de acusaciones de difícil –y en muchos casos imposible-comprobación. Y hay denuncias implacables entre quienes hasta hace no mucho tiempo oficiaban de sostenedores de velas de los que ahora constituyen su blanco predilecto. Se traiciona con pasión.
Una carrera en la que cada día se busca demostrar, y se lo logra, que siempre se puede caer más bajo.
Se abona allí aquello del vulgo apolítico que acusa, sin ausencia de cierta razón, que “al final a todos los corta la misma tijera”.
Sin vergüenza alguna buena parte de nuestra clase política, que si no participa de la construcción de esa carrera insólita por lo menos le presta anuencia desde el silencio, nos dice con esto, sin tapujos, descarnadamente, que le importa un pito que se elija al menos malo, acaso el menos corrupto, mientras los votos sean propios y no ajenos. No importan tanto mis carencias sino más bien las del rival, que son peores. Esa es la idea final y definitiva.
Además de cobarde, todo redunda en una mezquindad preocupante.
Nuestra clase política está habitada por una fauna variopinta y es, siempre lo es, reflejo de la sociedad que le da sustento y de la cual emerge. Hay allí, es cierto, personajes de escaso portento, algunos granujas colados en las grandes listas y en las lealtades sobrevaloradas pero también ostenta dirigentes de real valía, con pasados que los avalan y presentes que los sostienen. No obstante, desde su poca predisposición a resguardar el decoro en esta lucha del barro que se ha impuesto, estos últimos han terminado por permitir que las aguas negras los salpiquen a todos: para que los malos triunfen también hace falta que los buenos no hagan nada.
Y los malos están ganando por varios cuerpos.
Es poco probable que, en ese marco, importen opiniones ajenas, algunas críticas, tan enfrascados como están en esa lucha miserable de defenestrar rivales con lo que fuera, verdades al margen. La realidad es que están convirtiendo a la cosa política en una selva ruidosa y carente de nogales y, obviamente, sin ninguna nuez que valga mucho la pena.
La palabra Democracia describe sobre todo el respeto: a los acuerdos, a la convivencia, al sistema, al otro. Estas prácticas violentan eso hasta el hartazgo.
Es una lástima
Diario Jornada
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