La fascinación por los cadáveres es un sentimiento bien arraigado en el ser humano. Prueba de ello son las disecciones anatómicas que hace dos siglos llegaron a convertirse en un espectáculo capaz de congregar a curiosos de todos los estratos sociales.
En 1768, William Hunter, un anatomista de prestigio, abrió las puertas de su Teatro de Anatomía en la calle Great Windmill de Londres. Se abastecía de los condenados a muerte en el Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales. Lo habitual era que el reo, tras ser ahorcado, fuera conducido a la mesa de disección de Hunter para ser desollado, disecado y anatomizado.
Con el descubrimiento de la pila eléctrica, al espectáculo de la disección se añadió el peculiar arte de la reanimación de fiambres, campo en el que destacó el italiano Giovanni Aldini (1762-1834). Ofrecía por toda Europa un espeluznante espectáculo: la electrificación de un muerto. Su mejor actuación tuvo lugar el 18 de enero de 1803, en el Real Colegio de Cirujanos de Londres, cuando electrocutó el cadáver de George Forster, que había sido condenado a la horca por ahogar a su mujer y a su hija. Con diferentes electrodos por el cuerpo, Aldani consiguió que el ajusticiado empezara a moverse como si bailara una danza macabra. Algunos pensaban que realmente iba a resucitar al asesino; incluso las actas indicaban que, si eso sucedía, el condenado volvería a ser ahorcado.
Ya fuera para asustar a las damas de la alta sociedad o para conocer los intríngulis del interior del cuerpo humano, lo que se necesitaba era una buena provisión de materia prima: cadáveres. Y escaseaban. En el siglo XVII, la Universidad de Edimburgo, una de las más prestigiosas de Europa en materia médica, con más de quinientos estudiantes, solo disponía de poco más de tres cadáveres al año para las prácticas de anatomía y disección.
Los cuerpos eran provistos por la Compañía de Barberos y Cirujanos, que podían disponer de los ejecutados por sus crímenes. En Francia y Alemania, las facultades de Medicina se abastecían de aquellos que morían en la cárcel, las casas de limosnas o los hospitales civiles si, transcurridas veinticuatro horas, nadie los reclamaba. En Italia todo aquel que falleciera en un hospital era entregado a los anatomistas salvo que alguien se hiciera cargo del entierro. Pero, en Gran Bretaña, veían repulsivo usar a los fallecidos en los hospitales, y quienes practicaban la disección eran considerados como “desprovistos de los sentimientos comunes de la humanidad”.
Sin embargo, los estudiantes de Medicina tenían que aprender anatomía, y la escasez de cadáveres era más que un hecho. Así se produjo una singular y criminal alianza entre hombres con pocos escrúpulos y respetables médicos. De este modo comenzó la época de los resurreccionistas, los robacadáveres.
Burke y Hare: del robo al asesinato
Ser resurreccionista era un lucrativo negocio. Apoderarse de un cadáver y venderlo fresco, todo en una noche, conllevaba una ganancia de hasta 10 libras –los hombres valían más que las mujeres porque se podían examinar con más detalle los músculos–; por contra, trabajar duramente 72 horas a la semana solo reportaba unos pocos chelines. Se calcula que, a principios del siglo XIX, había dos centenares de resurreccionistas solo en Londres.
Con el tiempo, del robo se pasó al asesinato. Así, el 18 de marzo de 1751 se ahorcó a Helen Torrence y Jean Waldie en Edimburgo por robar y matar a un niño que luego vendieron a un médico: fueron las primeras personas ajusticiadas por los que se llamaron asesinatos anatómicos.
Pero quienes se llevaron toda la fama fueron la pareja de irlandeses William Burke y William Hare –en la foto, sus máscaras, que pueden verse en el Museo de Anatomía de la Universidad de Edimburgo–. A lo largo de once meses, entre 1827 y 1828, asesinaron a dieciséis personas en Edimburgo y vendieron sus cuerpos a Robert Knox, el anatomista más famoso de Gran Bretaña, que les pagaba entre siete y diez libras, en función de la frescura.
Cuando fueron capturados, la ciudad exigió su ejecución. El problema era que los cuerpos de las quince primeras víctimas ya no existían. Se ofreció a Hare la inmunidad si testificaba contra su socio. Burke fue a la horca, mientras que Hare salió libre. El caso fue tan sonado que se acuñó un término para los asesinatos anatómicos: el burking. El doctor Knox no fue juzgado, pero su carrera quedó destruida y tuvo que emigrar a Londres.
Fuente: Muy Interesante