Si bien la mayoría de los mortales asumen la “música electrónica” sencillamente como un género musical, esta se ha expandido desde hace más de un siglo, siendo un caldo de cultivo para la investigación sonora y visionarios inconformes con la música tradicional occidental. La manera en cómo consumimos la música también generó inquietud en muchos inventores, que inspirados por el ruido, la electricidad y su conocimiento de la física, buscaron abrir la caja de pandora para mostrarnos nuevas maneras de disfrutar de la música y el sonido.
Todo este paisaje, que nos inspira atmósferas sci-fi en las que la música se separa de un clásico disco de vinyl, tuvo quizás un inicio extraordinario en el año 1895 con el registro de la patente de una pieza cuyo nombre fue tan rimbombante como su tamaño y precio: El Telharmonium, el primer sintetizador de la historia.
Su creador, Thaddeus Cahill llamaba a su invención algo así como ”El Arte del Aparato para Generar y Distribuir Música Eléctricamente”. Era una gran instalación que funcionaba para sintetizar y transmitir música de forma electromecánica por las redes telefónicas. Cahill, quien era un excéntrico que parecía tener más dinero que sentido común quería crear el “perfecto instrumento universal”; que generara tonos absolutamente perfectos, controlados mecánicamente con certeza científica. El Telharmonium permitiría al ejecutante, combinar el sustain de un órgano de tubo con la expresividad de un piano; además de la intensidad musical de un violín con la polifonía de una sección de cuerdas.
Indudablemente, Cahill sin casi darse cuenta dibujó remotamente lo que sería la base para algo tan cotidiano en nuestros tiempos como la transmisión en streaming; además de pavimentar el camino para la consolidación del sintetizador como un instrumento con todo su derecho. Estaba obsesionado con que todo el continente americano escuchara a su Telharmonium en una era en la que no había llegado la grabación y la radiodifusión. Su versión de 1906 lucía como una pequeña central telefónica, ocupando nada más y nada menos que dos pisos de su domicilio, alcanzando las 10 toneladas y el precio exorbitante de 200.000 dólares.
Tocarlo era un acto para valientes. Se necesitaba que el ejecutante tuviera la habilidad de pensar en cuartos de tono, además que pudiera usar hábilmente sus brazos. El teclado tenía tres secciones independientes y utilizaba 36 notas por octava.
En un principio, el Telharmonium captó la atención del público, siendo catalogado como un gran logro tecnológico para la época, vislumbrando lo que sería el futuro de la música según los críticos de principios del siglo XX, algo que hoy no podríamos dudar si vemos la popularidad de la música electrónica. Lamentablemente, ya para el año 1908 el entusiasmo del público se había desinflado, aparte los problemas técnicos en la transmisión telefónica terminaron por sepultar al Telharmonium. La gran visión del inventor no se dio, sino después de un siglo…
La terquedad de Cahill le ayudó a construir un segundo modelo en el año 1911, con mejoras y un mayor tamaño solo comparado con su impopularidad. Ya en 1918 había creado el tercer modelo, que pasó por debajo de la mesa; dejando para la posteridad solo fotografías, pues no existen grabaciones para apreciar el sonido del Telharmonium, aunque se cree que era similar al del órgano Hammond.
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