Hoy el presidente Alberto Fernández abrirá el 138° Período de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación. Ese número no es inocente, comenzó a contarse desde la apertura del 25 de mayo de 1862, cuando Bartolomé Mitre ocupó la presidencia, en forma interina, como vencedor de la Batalla de Pavón y se dedicó a dos cosas: perseguir sangrientamente a los restos del federalismo, y fundar una institucionalidad basada en ese triunfo. En aquella oportunidad se reunieron 15 senadores y 24 diputados luciendo impecables levitones de tela inglesa. También es ese el año en que se creó la Corte Suprema de Justicia. El conteo es polémico porque otras voces señalan que la primera Asamblea fue un 22 de octubre de 1854 en Paraná, Entre Ríos, con la participación de todas las provincias menos una: Buenos Aires. La Confederación Argentina realizó una Asamblea Legislativa con Justo José de Urquiza a la cabeza del Ejecutivo.
La Constitución establece que en ciertas ocasiones, muy especiales, la Cámara de diputados y la de senadores deben funcionar en conjunto y formar lo que se denomina Asamblea Legislativa. El presidente tiene la obligación de concurrir a la apertura de las sesiones y dar su discurso de evaluación de la situación y proyección de sus propuestas políticas. La fecha establecida del 1 de marzo es fruto de la reforma constitucional de 1994, la costumbre previa era hacerlo cerca del 25 de mayo. Sin embargo hubo muchos años en los que los presidente eludieron esta obligación: en 1866, 1914, 1917, 1918, 1919, 1920, 1921, 1922, 1929, 1939, 1941, 1942 en el primer caso Mitre se encontraba ausente en el frente en la guerra del Paraguay; en los demás casos se adujeron a veces razones de salud y otras, ninguna. Nótese que el más remolón fue Hipólito Yrigoyen, faltó a todas las que le correspondían.
En las primeras sesiones inaugurales, el Presidente sólo brindaba una breve alocución y dejaba en manos de quien preside la Asamblea el mensaje. Fue Domingo Faustino Sarmiento el primero que impuso la costumbre de leer el mensaje al inaugurar el octavo período de sesiones ordinarias, el 5 de mayo de 1869.
El 1º de mayo de 1984, cuando Raúl Alfonsín acudió por primera vez al Congreso para inaugurar las sesiones ordinarias ante la Asamblea Legislativa llevaba ya seis meses a cargo del Ejecutivo. Durante cerca de 50 minutos expuso su diagnóstico de la situación en que había encontrado el Estado, hizo foco en la arrasada institucionalidad y la devastada economía que había dejado la dictadura. Alfonsín hizo un llamado a la reconciliación, con citas a Santo Tomás y un pedido de «iluminar las acciones con la bondad»: «La reconciliación que proponemos, que debe ser una reconciliación profunda, no puede sino basarse en la verdad…con una sinceridad absoluta de corazón, podremos encontrarnos los argentinos”. A ese intento de hablar con el corazón ya sabemos que le contestaron con el bolsillo.
Carlos Menem habló ante el Congreso el 1º de mayo de 1990, llevaba ya casi 300 días al mando del Ejecutivo por la salida anticipada de su predecesor, el 8 de julio de 1989. Durante poco más de una hora, Menem dio poco espacio a la herencia recibida, que fue un proceso hiperinflacionario alucinante, expuso el que sería su plan de reforma del Estado y privatizaciones, que incluía «mejores reglas de competencia, una optimización de los gastos públicos en materia social y educativa, la modernización de la legislación laboral, y todo lo que haga a una profunda transformación del Estado y la Nación». Aparecían en escena los eufemismos del ajuste. El contexto era el de la caída del Muro de Berlín: “Mi gobierno se desentiende de las fronteras ideológicas, porque las únicas fronteras que nos interesa conquistar son las fronteras del progreso”. Crecía con fuerza el sentido común del fin de las ideologías y el fin de la historia. Pero la historia siguió.
El De la Rúa fue un discurso breve, en el que volvió a llamar a una transformación del Estado porque, según sus palabras «este que tenemos ahora no sirve para nada», «No exagero. Es chico, no tiene nada más que vender. Sin embargo, tiene una deuda que amenaza a todo el sistema y asfixia al sector privado». Tuvo pocos anuncios y muchas apreciaciones que pretendían justificar el ajuste que ya estaba llevando a cabo: «A nadie le gusta aumentar los impuestos. A nadie le gusta administrar la escasez. Pero yo no estoy aquí para hacer las cosas que me gustan, sino las necesarias. Y lo que el país necesita es eliminar su déficit para tener libre el camino del progreso y del crecimiento». Pareció que el país necesitaba otra cosa.
Eduardo Duhalde llevaba dos meses en el gobierno cuando inauguró las sesiones de 2002, en medio de la crisis política y económica desatada por la salida de De la Rúa, la declaración del default y la posterior devaluación. Habló unos 40 minutos con 130 legisladores ausentes. Eran días de agitación social, intentó llevar sosiego para todos los sectores «En estos momentos, el Estado no tiene posibilidades materiales de dar respuesta a todos los reclamos sectoriales al mismo tiempo», pero prometió «fijar un orden de prioridades para que los costos de la crisis no vuelvan a recaer sobre los sectores más vulnerables».
Por el adelantamiento de las elecciones de 2003 –tras el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en la masacre de Avellaneda–, Néstor Kirchner llevaba más de 10 meses al mando del Ejecutivo cuando inauguró en 2004, el 122º período de sesiones: «No somos el gobierno del default. No queremos repetir los viejos errores ni eludir la responsabilidad histórica. No queremos persistir en el default, pero la más fría racionalidad indica que las recetas del pasado no pueden aplicarse». Y como si fuera un deja vu: «Seguro… vamos a tener el agravio cotidiano, de aquellos que nos acusan de ser irracionales porque decimos que tenemos que priorizar nuestra deuda interna… Pero cada vez que paguemos debemos tener en cuenta que hay millones de argentinos que están sufriendo el hambre y la exclusión porque hubo una dirigencia y organismos internacionales totalmente inflexibles a las realidades de nuestros hermanos».
El 1º de marzo de 2008, CFK tenía 80 días de presidenta, nadie podía presagiar que solo 11 días después iba a estallar el conflicto con las patronales rurales que fue la génesis del mapa político que signó a todo el gobierno de Cristina, y en gran medida dio nacimiento al bloque político que engendró al macrismo. Por primera vez en la historia no hubo discurso escrito, la Presidenta lo dijo sin leer: “Estamos por primera vez en cien años, en cinco años ininterrumpidos de crecimiento económico a tasas superiores al 4 y 5 por ciento. Si volvemos a crecer habremos completado el mayor período de crecimiento de toda nuestra historia”. Pero aquel día, casi como un presagio de lo que vendría, señaló a las fuerzas de seguridad, la Justicia, la banca privada y el empresariado como parte de un viejo problema irresuelto y llamó a un «acuerdo del bicentenario”.
A su turno, Macri retomó la receta neoliberal: defendió el ajuste del Estado, criticó el déficit fiscal y la elevada presión tributaria, atribuyó la inflación a la emisión monetaria y habló de “volver al mundo”. Los legisladores del FPV le reclamaban por los despidos, que ya superaban los 15 mil, por la prisión de Milagro Sala y por la feroz represión sobre las protestas sociales.
Cada una de estas inauguraciones estuvo signada por el dramatismo de una crisis argentina acuciante. La República de la crisis es lo que persiste. Y el discurso de hoy del Presidente, también en medio de una feroz crisis, genera otra persistencia: la esperanza de salir adelante.