El presidente de Estados Unidos dice que 25 años de diálogo no han servido y advierte a Pyongyang de que, si no se comporta, «se encontrará con unos problemas que pocos países han visto nunca»
Donald Trump optó este jueves por echar gasolina al fuego. El presidente no solo no rebajó la tensión con Corea del Norte , sino que redobló sus amenazas al afirmar ante la prensa que su declaración del martes «quizá no fue lo bastante dura». Trump había advertido al régimen de Pyongyang con «un fuego y una furia jamás vistos en el mundo» si seguían amenazando a Estados Unidos, lo que ha desatado una crisis mayúscula. La dictadura norcoreana asegura que tiene un plan para atacar las bases militares americanas en la isla de Guam este mismo mes si Washington opta por las armas. Los países aliados de Estados Unidos han llamado a la calma, pero la escalada crece.
«Hay gente que dice que fue demasiado duro, quizá no fue lo bastante duro», enfatizó el republicano a las puertas de su mansión en Bedminster (Nueva Jersey), justo antes de una reunión de seguridad con su vicepresidente, Mike Pence, su asesor de seguridad nacional, H.R. McMaster, y su jefe de gabinete, John Kelly. Corea debería estar «muy, muy nerviosa», dijo, y, si no se comporta, «se encontrarán con unos problemas que pocos países han tenido». El mandatario afirmó que siguen abiertos a negociaciones, pero con escepticismo. «Han negociado durante 25 años. Miren Clinton. Miren lo que pasó con Bush o con Obama. Obama ni siquiera quería hablar de ello. Pero alguien tiene que hablar, yo hablo», añadió.
Tras la reunión, recuperó el tono de hombre fuerte, de guardián del orden. «Si hace algo en Guam», amenazó luego, «ocurrirá algo que no se ha visto nunca». «No va a seguir amenzando por ahí, a Corea del Sur, a Japón…», apuntó.
Durante sus vacaciones en Nueva Jersey, Trump pudo haberse dedicado a jugar a golf y disfrutar del rédito político de haber arrancado de la ONU nuevas y duras sanciones económicas contra Corea del Norte. Pero el martes estalló con retórica belicista. Oficialmente, la Casa Blanca sostiene que las palabras de Trump habían sido previamente debatidas y decididas. Sin embargo, asesores del presidente y miembros de su círculo más íntimo han contado a la prensa estadounidense que la declaración tomó a todos con el paso cambiado. Medio mundo se ha llevado las manos a la cabeza.
La andanada se antoja incomprensible para los analistas dentro y fuera de Washington, ya sean trumpólogos o dedicados a Corea. Su Administración acaba de lograr una victoria mayúscula, que China accediera el sábado a aprobar en el Consejo de Seguridad de la ONU un paquete de duras sanciones económicas contra Pyongyang por su carrera nuclear. Xi Jinping, el socio indispensable de EE UU para la resolución del conflicto, había cedido a las presiones de Trump, públicas —a golpe de exclamaciones en Twitter—, y más tradicionales, vinculando el futuro de sus relaciones comerciales con los resultados de las conversaciones con Corea del Norte.
La resolución de la ONU había supuesto un bofetón para Kim Jong-un, pues implica una caída de ingresos por exportaciones de unos 1.000 millones de dólares anuales, que es la tercera parte del total para un país ya de por sí aislado. El régimen actuó conforme al guion, con amenazas. Al día siguiente de que se aprobara la medida, el periódico estatal Rodong Sinmun publicó un editorial (escrito antes de la resolución) en el que advertía que convertiría EE UU “en un mar de fuego inimaginable” si había nuevas penalizaciones y Washington optaba por la vía militar.
Y Trump cogió las cerillas y convirtió un triunfo diplomático en un conflicto. Está enfrentado abiertamente al núcleo duro de su partido en el Congreso y el Senado, donde sus grandes iniciativas han fracasado. Con este episodio, las críticas de los legisladores, no solo demócratas sino también republicanos, se han multiplicado. Y sus hombres han salido al paso sin orden ni concierto. El secretario de Estado, Rex Tillerson, fue fiel a su papel llamando al sosiego, mientras que el jefe del Pentágono, Jim Mattis, optó por la línea dura, presumiendo de poderío militar y alertando del riesgo de “destrucción” del pueblo coreano.
Sebastian Gorka, consejero de Trump en la Casa Blanca, pidió un cierre de filas en torno al presidente, con el argumento de que lo vivido esta semana es “una analogía” de la crisis de los misiles de 1962, el año en el que el mundo más cerca estuvo de una guerra nuclear. Entonces, el presidente John F. Kennedy se topó con que la Unión Soviética había estado instalando lanzaderas de misiles en Cuba. También entonces los generales le aseguraban la superioridad militar estadounidense y, según relata Michael Dobbs en un libro sobre este capítulo de la historia, Kenny se quedaba en ocasiones en minoría a la hora de tratar de arrancar un acuerdo con Krushchev antes de recurrir a la vía militar.
Muchas veces se ha dicho que el sistema está por encima de Trump. Que por demagogo y profano en política que resultara un candidato, la fortaleza institucional —la del Congreso y el Senado o la Justicia estadounidense— garantiza la estabilidad de la mayor potencia mundial. Pero en estas crisis el presidente sí es el verdadero comandante en jefe. Este es aficionado a la retórica atrevida. Y no ha hecho con Corea del Norte una excepción. En buena parte, les habla a sus feligreses, a aquellos a los que prometió que Estados Unidos “volvería a ganar guerras”.
El País