Fabiola vive en Bella Vista y está embarazada de siete meses. Hace casi dos meses, su novio arrancó una travesía a pie desde Cúcuta, Colombia, hasta Buenos Aires. Quiere llegar a tiempo para el nacimiento de su hijo
Fabiola resistió en Caracas todo lo que pudo. Su familia completa había emigrado a la Argentina pero había una razón por la que ella, que tenía 23 años, había decidido quedarse: en Venezuela estaba su novio.
—Hasta que un día no aguantamos más —interrumpe, con una tristeza estructural en la voz.
Fue hace un año que sus padres y sus hermanos vinieron a la Argentina. «Tuvieron que vender todo lo que tenían para salir: la casa, el carro, todo. En Venezuela, o compras comida o compras un champú, tú decides. En mi familia prefirieron vender todo a morir de hambre», cuenta Fabiola Navarro (24) a Infobae.
El dinero les alcanzó para pagar cuatro pasajes en micro a la Argentina. Alquilaron una casa en Bella Vista. La mamá de Fabiola -que en Venezuela era maestra jardinera- empezó a limpiar casas y a cuidar chicos. El papá de Fabiola -que en Venezuela era ingeniero en sistemas– empezó limpiando una inmobiliaria, un gimnasio y pintando paredes.
Con esos trabajos juntaron los 400 dólares que necesitaban para resolver su último drama: pagar otro pasaje de micro para sacar a la mayor de sus tres hijos de Caracas.
Fabiola se había negado a irse sin su novio, Reinaldo Perger. «Los dos teníamos trabajo pero las cosas empezaron a andar peor», cuenta. Fabiola ganaba 4 dólares por mes y ya había tenido que abandonar la universidad: «Estudiaba Relaciones Industriales. Iba a una universidad privada, porque la pública es imposible: los docentes no iban porque no les pagaban, porque habían matado a algún estudiante o porque la inseguridad es tan grave que se metían a robar en plena clase».
Reinaldo trabajaba de ayudante de cocina en un puesto de comida. «Lo que ganábamos alcanzaba para comer una semana, siempre y cuando comiéramos puros vegetales, nada de carne». Fabiola iba a hacer la cola del supermercado a las 3 de la madrugada para comprar harina y arroz en los llamados «productos regulados»: las colas eran tan largas que nunca volvía antes de las 3 de la tarde.
No era solo el hambre: ya la habían apuntado y perseguido con un arma de fuego para robarle el celular. «Yo corrí, me podrían haber matado. Pero el teléfono era lo único que tenía para estar en contacto con mi familia». El día en que asumieron que no aguantaban más, idearon un plan. Ella iba venir a la Argentina con el pasaje que podían comprarle sus padres, iba a trabajar y, con el dinero que juntara, iba a comprar un pasaje para él.
Fabiola se despidió de su novio a comienzos de junio. «Vine en bus, sola. Comí galletas y pan durante todo el viaje». Tardó 10 días en llegar a Buenos Aires. En la Argentina empezó a tener un malestar generalizado. Creyó que estaba enferma, pero estaba embarazada.
«No lo podía creer. Cuando le conté a Reinaldo se puso como loco. Quería venir y estar conmigo, pero era imposible reunir el dinero para el pasaje». El joven esperó casi cinco meses hasta que llamó a Fabiola y le dijo: «Me voy para allá, no puedo más».
—¿Cómo? ―preguntó Fabiola.
—Caminando ―contestó Reinaldo.
En Cúcuta, en la frontera, pero ya del lado de Colombia, conoció a otros venezolanos que habían iniciado la misma odisea de emigrar a pie, pero con una diferencia sustancial: iban a Perú, la mitad del viaje de 8.000 kilómetros que pensaba hacer Reinaldo.
Su novio salió de Caracas hace casi dos meses, no tiene teléfono y es poco lo que Fabiola sabe de él: «Me llamó a comienzos de diciembre. Pidió un teléfono prestado y me dijo que iba por la costa de Perú, que la gente lo ayuda con agua y comida. Que descansa en alguna plaza o duerme en la calle, donde lo agarre la noche. Dijo que había hecho dedo, que un camión lo había avanzado un poco, pero que se había tenido que bajar tan rápido que había dejado el bolso con su ropa. Ahora sí que no tiene nada».
Reinaldo le dijo que estaba ardiendo por el sol, que le sangraban los labios y que tenía los pies hinchados. Y que iba a ofrecerse para pescar en la costa, que eso iba a demorar el viaje, pero iba a permitirle comer y ganar algo de dinero para comprar agua. Nunca habló de abandonar: su cálculo era que le faltaban dos días de caminata para llegar a Bolivia.
«Él sabe que en Venezuela no se puede tener un niño hoy. No se consiguen remedios, todos los días muere un recién nacido o personas mayores, por desnutrición o porque se fue la luz del quirófano en medio de una operación».
El viernes, después de dos semanas de silencio, Reinaldo consiguió un teléfono prestado y volvió a escribir. Ya había entrado a la Argentina: estaba en Salta. Fabiola tiene esperanza de que llegue a tiempo: ya está en el séptimo mes de embarazo y espera un varón que nacerá en un hospital público, en San Miguel.
«Es desesperante, pero le pido a Dios que pueda. No imagino luchar tanto para no poder llegar a tiempo al parto». El 24 de diciembre cumplieron dos años de novios. Fue ella quien eligió uno de todos estos días de silencio para poner una foto con él en su cuenta de Instagram con una leyenda: «Para pruebas de amor se creó la distancia. Te amo vida mía. Pronto juntos».
Infobae