Sebastián Valle tiene 27 años y ojos vidriosos de color celeste. Tiene cuatro finales por rendir antes de convertirse oficialmente en enfermero. Tiene las manos siempre metidas en su campera azul estilo Uniqlo. Tiene una residencia modesta en el barrio 15 viviendas en Epuyén.
Sebastián tiene el alta médica, pero todavía siente las piernas débiles. Tiene a su madre aislada en casa y a una hermana aislada en Lago Puelo, a 40 kilómetros de distancia. Tenía también un padre y otras dos hermanas. Ahora no los tiene más.
En Epuyén hay 26 personas con diagnóstico positivo de hantavirus. Hay 85 pobladores con aislamiento obligatorio por haber tenido un «vínculo epidemiológico» con los pacientes afectados por esta enfermedad desde que se originó el brote, en diciembre. Hay nueve víctimas fatales y tres de ellas se apellidan Valle.
En una plaza casi desierta a tres cuadras de donde vive, Sebastián empieza a hilvanar esta historia, que dio un giro trágico el 24 de noviembre cuando Aldo (61), su padre, asistió a una fiesta de 15 en la que uno de los invitados que, sin saberlo, portaba el virus, contagió a 16 personas. «Por varios días no pasó nada, tuvo un período de incubación -recuerda-. Un día me llama mi viejo y me cuenta que estaba internado, que no sabía lo que le pasaba, que le había bajado la presión. Estuvimos un rato ahí con él y lo largaron hasta saber lo que era».
A finales de noviembre, su padre le comentó que sentía calor y náuseas y que le costaba levantarse. Lo llevó junto a su madre al hospital de Epuyén, donde lo internaron. Sebastián le preguntó si quería que lo acompañara esa noche y él le dijo que sí. Esa noche no durmió ninguno de los dos.
«Como su situación no cambió nos dijeron que iban a derivarlo al Hospital Zonal de Esquel. Me fui con lo que tenía puesto y el equipo de mate», dice. Todavía nadie sabía que tenía, así que la madre y hermanas de Sebastián fueron hasta allí para acompañarlos, pero no hubo milagro. Aldo falleció el 11 de diciembre de «falla multiorgánica», luego de dos semanas de convalecencia. Horas después, los médicos confirmaban que la muerte había sido desencadenada por el hantavirus.
Golpeada, la familia volvió a Epuyén para iniciar un duelo que, aunque lo desconocían, estaba lejos de terminarse. Apenas una semana después de la muerte de Aldo, Sebastián recibió el llamado de Loreley (32), una de sus hermanas. «Me dijo que no me asuste, pero que tenía fiebre. Le pedí que se ponga un barbijo y salimos al hospital. Estuvo internada acá un día, le subía mucho la fiebre, así que fuimos a Esquel. A ella el virus se la llevó más rápido, estuvo cuatro días internada y murió el 23 de diciembre», cuenta con voz entrecortada.
Luego del entierro realizado en Nochebuena y anestesiado por el dolor de la tragedia que se había atenazado a su familia, Sebastián fue a su casa para intentar descansar, aunque un ataque de escalofríos le impidió conciliar el sueño. Sintió calor y decidió tomarse la temperatura. El mercurio no se detuvo hasta alcanzar la marca de los 38°. Los médicos esta vez no dudaron y lo enviaron en ambulancia hasta Esquel. «Estuve en total diez días internado, muy débil, cansado todo el tiempo -señala-. Por todo el quilombo que se había armado en Epuyén y por mi seguridad nos quedamos con mi vieja y mi hermana Jessica unos días más en un departamento de allá».
Sebastián no pudo disfrutar de su recuperación. Un día después, Jessica contrajo una fiebre muy alta y quedó también internada. No hubo recuperación milagrosa: murió el 9 de enero, un día después de su cumpleaños.
«Estoy tratando de mantenerme fuerte por mi madre y mis sobrinos -dice, en referencia a los dos hijos de Jessica, de 12 y 13 años-. De los médicos y enfermeros no tengo nada que decir, están haciendo lo que pueden. El intendente también, el otro día me preguntó si necesitaba algo, pero no me alcanza nada. Lo que yo quiero es una vida nueva».
La Nación