La tan promocionada Belt and Road Iniciative llevada adelante por el gobierno chino tiene todas las características de una marca comercial, que promete alcanzar los más recónditos espacios económicos globales.
La BRI ( o Iniciativa de la Franja y de la Ruta IFR) se ha puesto de moda. Más allá del rol protagónico que ocupa hoy el coronavirus en la agenda global, finalmente el virus será controlado (esperemos!) y su impacto en la economía y en la vida de las personas irá disminuyendo hasta finalmente ser un recuerdo. La BRI será mucho más resiliente y, en el mejor de los casos, duradera.
Es que a partir de la invención de esta “marca”, los chinos se permiten justificar el financiamiento de cualquier tipo de actividad económica a lo largo y lo ancho del mundo: no importa si se trata de una ruta, una vía ferroviaria, un puerto o la construcción de un parque eólico en el mar, lo que importa es tener presencia en el territorio.
De esta manera podemos ver bajo el paraguas de la BRI, el financiamiento de 414 kilómetros de vías férreas de un tren de alta velocidad entre Laos y China, la expansión del mayor puerto comercial de Grecia, la modernización de una terminal portuaria en Bélgica, la construcción de un puente en Croacia o la de una planta de carbonato de potasio en Bolivia, entre tantos otros proyectos.
Esta política de soft power llevada adelante por el gigante asiático, si bien tiene multiples aristas y puede verse como una suerte de spaguetti bowl, donde se entremezclan los intereses nacionales, los provinciales y aquellos corporativos, tiene un sustento aceptablemente sólido y un objetivo netamente consciente. Las bases del BRI radican en una gorda billetera, léase unos capitales excedentes con requerimiento de ser colocados (de ser invertidos) y una capacidad de producción sin precedentes. En el horizonte inmediato es necesario alimentar una economía llamada a ser la primera del globo, y en el mediano plazo subyace la ambición de alcanzar el lugar de primer potencia mundial (no sólo económica, sino tecnológica, militar y cultural). Estas cuestiones empujan a China a ocupar diferentes espacios dentro de la maquinaria mundial, sea en infraestructura, producción o cultura. No importa el espacio, sino estar allí.
El estilo de invertir de los chinos se asienta en una importante ventaja competitiva: mientras que Occidente piensa en un recupero cada vez más rápido de las inversiones, la lógica del dinero en manos de China soporta mayores plazos: no solamente es importante un retorno en el corto plazo (que sí lo es), sino también hay que sopesar también en la tasa de retorno cuanto vale el proyecto para el prestigio del país en el tiempo.
Así, si se requiere invertir en una nueva infraestructura portuaria en un país del Tercer Mundo, más allá del beneficio de corto plazo que genere la obra, también es importante la imagen que dejen los chinos en el país receptor. La consecución del proyecto indudablemente permitirá la utilización de tecnología y mano de obra chinas (normalmente los chinos también suelen “exportar” esta última dentro del paquete) de manera de satisfacer el objetivo de corto plazo.
Pero también se considerará relevante generar una mirada deferente de los locales hacia los extranjeros que mejoran su calidad de vida y/o economía, ganando de esta forma el ascendiente de los pueblos y facilitando los objetivos hegemónicos de largo alcance.
En este punto, la política esbozada por Beijing contrasta prima facie con aquella que lleva adelante por Washington, más consustanciada con la noción de “hard power”. Esto se refleja en el plano económico a partir de la adopción general por parte de la Administración Trump de diferentes medidas arancelarias que persiguen la reducción de su déficit público y el incremento de la utilización de la capacidad de su industria. En tanto que desde el punto de vista geopolítico, existe una concentración del interés y un mayor foco en las pugnas con las grandes potencias: con Rusia reflejadas por las tensiones por Ucrania y Siria, con China por la guerra comercial y tecnológica.
La BRI se presenta entonces como una carta amigable, de fácil asimilación por los potenciales beneficiarios y a su vez, una especie de joker: a partir de este paraguas cualquier tipo de proyecto puede financiarse por los chinos, con la sola restricción de que posicione a Beijing como una potencia amiga.
En este último sentido, los bancos chinos han comenzado a incorporar dentro de las condiciones de elegibilidad de proyectos ciertas políticas medio ambientales (tratan de “mostrarse verdes”) y más accountability, vale decir una mayor rendición de cuentas, tanto hacia adentro como hacia los países receptores.
En conclusión, si bien la BRI se estaría asemejando mucho más a un programa de préstamos extendido que a un programa de inversiones explícito y perfilado por el gobierno central chino, la praxis estaría exponiendo más bien un branding de influencia global blanda. Así, se puede ver que para reconocerse parte de la Iniciativa, los proyectos deben sólo estar autorizados por Beijing para ser financiados, y que para ello no hay un mapa que indique la pertinencia o no del proyecto, ni sector económico excluido.
La Iniciativa de la Franja y de la Ruta cumple entonces las condiciones de flexibilidad como herramienta que busca alcanzar un objetivo en el tiempo, que en este caso se trata (nada menos) de que China alcance el status de primera potencia. De esta forma, parafraseando al líder Deng Xiaoping, “no importa que el gato sea blanco o negro, mientras que cace ratones”.