Entre los muchos problemas que causan las pantallas —accidentes de tránsito, depresión, falta de empatía, divorcios— se destaca el desarrollo de los niños. Pero no tanto por el tiempo que ellos pasan entre celulares y tabletas —que comienza a los cuatro meses y los expone a violencia y reemplaza la experiencia sensible del mundo— sino por la distracción de sus padres, pegados a sus smartphones.
Si bien hoy los padres tienen más tiempo para pasar con sus hijos que en cualquier otra época anterior de la historia, «la interacción entre padres e hijos es de calidad cada vez más baja», escribió Erika Christakis, autora de The Importance of Being Little: What Young Children Really Need From Grownups (La importancia de ser pequeño: lo que los niños realmente necesitan de los adultos) en The Atlantic.
Los padres contemporáneos sufren de lo que se conoce como «atención parcial continua», una condición que no sólo afecta a quien la padece sino también a sus hijos: «El nuevo estilo de interacción parental puede interrumpir un mecanismo de inducción emocional atávico, cuyo signo distintivo es la comunicación, la base de la mayor parte del aprendizaje humano».
El sistema de señales que intercambian adultos y bebés constituye una arquitectura básica. La psicóloga Kathy Hirsh-Pasek, profesora en la Universidad de Temple e investigadora en Brookings Institution explicó que los patrones vocales que los padres adoptan al hablar a sus hijos puede parecer tontos pero son una interacción emocional importante que se nota, por ejemplo, en la construcción del vocabulario. La distracción de la tecnología ubicua atenta contra ellos.
«El desarrollo de los niños se da en relación», escribió Christakis. Citó un experimento: bebés de nueve meses que había recibido unas pocas horas de enseñanza de mandarín de un instructor humano podían aislar elementos fonéticos específicos del idioma, mientras que otro grupo de bebés, que recibió la misma instrucción en video, no podía. «El lenguaje es el mejor indicador de los logros escolares», dijo Hirsh-Pasek a la autora. «Y una clave para desarrollarlo son las conversaciones de ida y vuelta, fluidas, entre los niños y los adultos».
Cuando un texto o un alerta de Messenger, o una miradita a lo que hay Instagram o Twitter, interrumpe la dinámica, surgen problemas. Christakis citó una investigación que comprobó el aumento de las lesiones en los niños a medida que los celulares se masificaban; en el caso de la expansión geográfica del servicio telefónico de AT&T, agregó, se vio una suerte de experimento natural, ya que allí donde llegaba aumentaban las consultas a las salas de emergencia pediátricas.
El problema del impacto de la atención parcial continua de los padres en el desarrollo cognitivo de los niños no es tan visible pero es igual de grave. «Los niños pequeños no pueden aprender cuando rompemos la corriente de la conversación al tomar nuestros teléfonos o mirar el texto que aparece en nuestra pantalla», dijo Hirsh-Pasek. Y eso sucede con frecuencia excesiva.
«A comienzo de la década de 2010, un grupo de investigadores de Boston observó a escondidas a 55 adultos a cargo de uno o más niños mientras comían con ellos», ilustró la autora. «Cuarenta de los adultos estaban absorbidos por sus teléfonos en distintos grados, algunos al punto de ignorar a los niños. Los investigadores hallaron que escribir y arrastrar el dedo por la pantalla eran los responsables mayores, no las llamadas». Muchos de los niños comenzaron a llamar la atención, sin respuesta.
Otro estudio del mismo grupo grabó en video a 225 madres con sus hijos de aproximadamente seis años en ambientes familiares, mientras les daban a probar alimentos. La cuarta parte de las madres usó su teléfono espontáneamente al hacerlo, y mantuvo menos interacciones verbales y no verbales que aquellas que no tomaron el dispositivo.
Hirsh-Pasek participó en una prueba en la Universidad de Temple, donde con otras colegas observó a 38 madres con sus niños de dos años. La consigna era que las mujeres les enseñaran a los pequeños dos palabras nuevas. Cuando las investigadoras las interrumpían con una llamada, los niños no aprendieron las palabras. Los hijos de las madres que no sufrieron la distracción, o no atendieron el teléfono, en cambio, las aprendieron.
«La desatención ocasional de los padres no es catastrófica, e incluso puede forjar resiliencia», observó la autora. «Pero la distracción crónica es otra cosa». El uso de teléfonos celulares se ha asociado a la adicción: los adultos distraídos se irritan cuando están usando el teléfono y los interrumpen; también pierden conexión emocional con las personas presentes, o las malinterpretan. «Un padre distraído puede enojarse más rápidamente que uno que presta atención», señaló una consecuencia posible.
Christakis recordó que, además, los adultos sufren de la «tecnointerferencia», como la llamó. «Muchos han construido su vida alrededor de la premisa penosa de que pueden estar siempre disponibles: para el trabajo, para los hijos, para su cónyuge, para sus propios padres y para cualquiera que los necesite, mientras que a la vez se mantienen informados de las noticias y recuerdan ordenar más papel sanitario. Están atrapados en el equivalente digital del centrifugado».
Hoy se da una forma de cuidado «impredecible, marcada por los bips del teléfono», concluyó. «Parece que hemos caído en el peor modelo de paternidad y maternidad posibles: siempre presentes físicamente, con lo cual bloqueamos la autonomía de los niños, pero con una presencia emocional intermitente».
Infobae