No tan lejos, los truenos aún parecían estar camuflados por el ruido de los motores. Muy de mañana el día ya pesa lo que el plomo. En la noche, ante lo que vendrá, aseguraron en las bodegas casi 300 cajas de pescado fresco, unos 8.000 kilos. El mar, sin dar tregua, se riza y se endemonia por la cubierta de popa. Luis, el maquinista, apura un café en el diminuto comedor de tripulación antes de regresar a lo hondo del motor. Vamos con mucha mar y poca fuerza. Lolo consulta mapas y ordenadores en el puente. Faenando a 52 grados longitud norte y 11 latitud oeste, todo es gris oscuro. Cielo y océano. Las olas crecen y, a ratos, un rayo descarga al fondo como un látigo celeste.
La señal de recoger aparejo cae encima. Las tres agrias ráfagas del timbre. Y los marineros salen a la superficie por la escotilla de siempre, francamente inquietos ante los estertores de un mar que parece emerger del abismo. Este agua negra y otro golpe largo y sordo contra el casco impiden mantener la mente clara y el corazón en su sitio. La maquinilla echa a rodar recobrando los cables de arrastre. Los carreteles suman un orfeón nuevo a los embates y al viento. El agua salta cada vez con más insistencia sobre la cabeza de Mamadou, de Ahmed, de El Hadji, los tres hombres de la avanzadilla de proa. Babacar, Paul y Fabac esperan atrás.
El penduleo del barco es infernal y, en plena maniobra de viraje, con la rambla abierta, un alud de agua entra desaforado, con olas de tres en tres (que son las más siniestras). Una de esas zarpas del demonio descarga contra Ahmed. Lo arrastra por la bañera de proa, inundada, y lo estrella contra el canto de la base de la grúa. Alguien grita. El peligro no sólo está en el impacto, sino en que ese agua ciega y amontonada vuelva a su sitio con un marinero entre los ‘dientes’.
Ahmed acusa el dolor amarrado a la pierna derecha. Es difícil aguantar más trapo en un temporal, da igual la fuerza. Los otros marineros recogen al herido y lo trasladan al camarote. Entonces comienza el protocolo: llamar al seguro, explicar a un médico de guardia el accidente por un teléfono que se escucha a rachas, describir la herida, tomar la tensión, enviar alguna foto de la pierna machacada cuando el WiFi lo permita… Ahmed no se queja. Tan sólo cierra los ojos y aprieta los labios. Un marinero de Gran Sol va a porcentaje de pesca. Perder una marea es perder buena parte del salario. Estamos a 16 horas de navegación continua de Castletownbere. 154 millas de distancia. Lolo precisa: «Dieciséis horas si el tiempo fuese favorable. Tal y como estamos ahora no es posible hacer el cálculo. Y esto va para largo». Ahmed debe esperar cinco días más, hasta el desembarco del pescado en Irlanda, para tener a un médico delante.
El temporal es de fuerza siete y desnivela al ‘Nuevo Confurco’ con olas constantes de cuatro metros por las que el barco sube y baja como por toboganes oscuros. A la claustrofobia de vivir en pocos metros cuadrados hay que sumarle la imposibilidad de asomar hoy el cuello fuera. Nadie habla del motor, pero pienso en el motor. Pienso mucho. Por dentro de la cabeza se agolpan demasiados cabildeos y todos tienen que ver con el miedo. Un miedo hipnótico. Imposible desclavarlo del pecho. Contra el ojo de buey del comedor, el creciente del océano sumerge la visión y deja un paisaje de espumas estalladas.
En momentos así no existe un rostro amable, ni palabras sinceras de alivio. Quizá una broma que desata risas nerviosas, más por afán de despiste que por cuota de gracia. Tampoco los dos calendarios de garajista con imágenes de mujeres desnudas, parte del interiorismo de cualquier arrastrero de Gran Sol. Anxo habla de sus hijos. Del terror a verlos un día en el mar. «Aquí lo único que puede pasar son desgracias».
En cubierta los marineros, cinco tras la baja de Ahmed, abocan despavoridos el pescado del lance engarfiando la red con un cabo. Abren el liñó, una breve nube de nerviosas entrañas plateadas, y recogen el arte, lanzan la otra gran redada y desaparecen en busca del refugio del parque de pesca, donde nada mejora pero el mar no cañonea. La tarde se recrudece. Estas embestidas son el símbolo de toda la humanidad que ha naufragado. Cuentan que Pompeyo, en un alarde de entusiasmo visceral, dijo que navegar es necesario, no vivir, sino navegar. Lo dudo mucho. El único salvoconducto de supervivencia es dejar la mente blanco. La mente en blanco puede mentir, pero nunca engaña. Igual que no conviene confundir un tiempo inmenso con lo inmenso, porque no es igual.
Moverse por el barco con este temporal es una hazaña para la que me faltan costumbre, manos, estabilidad y ánimo. En el puente de mando, el patrón de pesca tiene el gesto ‘amorriñado’. A la derecha de la mesa de derrota, sobre un plinto volado de madera, hay una imagen de la Virgen del Carmen, de medio metro, en plástico y colores pastel, sin escapulario.
— ¿Eres creyente, Lolo?
— No. Tampoco supersticioso, pero hay veces en que rezas. En invierno, con temporales mucho peores que este, claro que he rezado. Capeando olas de ocho metros he rezado. Olas que saltan por encima del barco como si lo fuesen a tragar. Y así un día entero. Entonces rezas. He visto a hombres duros como la piedra, hincar las rodillas en el suelo con las manos juntas suplicando salir de esta y prometiendo cosas rarísimas.
— Eso es creer.
— No. Eso es no querer morir.
— ¿Cuánto durará esto?
— Aún le queda.
— ¿Y en qué piensas?
— A veces me pregunto para qué he tenido hijos, si no los disfruto. De todo se ha ocupado mi mujer. Gracias a ella aún tengo familia. No quiero que me suceda como con mi padre. Lo conocí realmente cuando se jubiló. Hasta entonces era como un desconocido. Pasó, como yo, toda la vida en la mar. Las familias de los marineros de Gran Sol están llenas de historias así. No son familias normales como tenéis los de tierra. Entre campaña y campaña veo a mi hermano con sus hijos y me doy cuenta de cuánto tiempo me ha faltado a mí con los míos.
— ¿Cuándo empezaste?
— A los 14 años ya estaba tirando el aparejo en un bote para coger cuatro pulpos. O a la amanecida, chipirón. El padre de mi padre murió en el mar, y eso que en aquellos años los barcos clásicos sólo hacían Gran Sol en verano, porque en invierno era muerte segura… Qué ganas tengo de jubilarme, cago en ‘diola’. En dos años. Sólo dos años.
— ¿Y después?
— Pues vivir. Y que le den por culo al mar. No pienso volver. Hay hombres retirados que hacen sustituciones en verano. Yo no lo entiendo. O lo comprendo si falta dinero en casa. ¡Pero por placer, qué va! Esto no es vocación, sino necesidad.
Después de varios días embarcado aprendes que un marinero siempre habla en serio. Aunque bromee. Y tiene la eterna herida abierta de preguntarse cosas.
En el escaso tiempo que pasas dentro del camarote, un galpón de cuatro metros cuadrados, conviene tumbarse haciendo dique con una delgada tabla de madera entre el colchón, el saco y el suelo. O amarrarse con alguna cuerda gruesa para que el bamboleo no te estampe. Dormir con temporal es otra versión del riesgo. En Gran Sol sólo resisten los mejor adaptados. Los que escapan, además, a la desesperación de estar aquí. A la picada del alcohol. Al tifón de las drogas.
El penduleo del barco es infernal y, en plena maniobra de viraje, con la rambla abierta, un alud de agua entra desaforado, con olas de tres en tres. Una de esas zarpas del infierno descarga contra Ahmed. Lo arrastra por la bañera de proa, inundada, y lo estrella contra el canto de la base de la grúa
El mar sigue atizando sin compasión. A las 0.45 la oscuridad es ofuscada y trae un mensaje claro: la vida es una forma de atravesar por todo y no ser nada. A ratos parece que la crujía del barco se abriese como una fruta madura. La soledad del catre, tras horas de inquietud, se hace insoportable. Escuchas las voces de la marinería porque las redes suben rotas y un cabe de acero de tres dedos de grosor se partió con un crujido de disparo seco. «Esa maroma disparada podría quebrar a un marinero por la mitad con menos esfuerzo que un cuchillo la mantequilla», murmura alguien. Escuchas el viento huracanado pechando contra la nave y ésta parece un bulto a la deriva. Escuchas el motor y sabes que ese ronquido infame te protege. Entraste en el saco vestido, con las botas. «Si alguien grita «¡vía de agua!», que nos pille listos para las balsas. En situaciones así no sabes qué puede suceder. Y eso es lo que sucede. Hay que salir del camarote a tomar aire.»
En el puente de mando, Castor impone su calma de hombre que no sabe que un relente budista lo acompaña.
— ¿Y si esto va a más?
— No irá a más. Ves que seguimos trabajando, ¿verdad? En otras tres horas hay que recoger el lance. Aquí estarás peor que en el catre. Bájate. Y recuerda: ‘Non durmir con pensamientos’. Te lo dijimos.
Después de un ancho silencio alcanza un llavero colgado de una alcayata y abre el botiquín. Sólo el patrón de pesca y el de costa pueden manejar la farmacopea. Ellos dispensan lo necesario y lo apuntan. Busca en el casillero número 12. Saca un repertorio de envases de ansiolíticos y me sugiere el más suave: Lorazepam de 1mg. «Hace mucho que esta caja no se abre, mira la caducidad». Una tromba inesperada nos desplaza un par de metros. Es un estrépito diabólico. El agua arrastra de un lado a otro los pescados muertos de la cubierta en una danza sin ritmo.
— Toda la vida metido en una cárcel, dice Castor con los dientes apretados.
— ¿Qué cárcel?
— El barco. No tenemos ni visitas ni derecho a patio.
Qué llevará a estos hombres, un mes tras otro, a Gran Sol. Tampoco se divierten como antes. Ni los desembarcos entre mareas tienen la misma intensidad. Hace años permanecían en tierra al menos una noche y, en las barras de los pubs de Bantry o Castletownbere, desalojaban sus fatigas con friegas insaciables de whisky y de cerveza. Gastando lo que el cuerpo aguante. Madrugadas que se apuraban como un fin de mundo antes de zarpar de nuevo, siempre de nuevo. Pero ese Gran Sol acabó. Tampoco flamea la ropa interior femenina en la arboladura de los barcos.
El temporal empieza a amainar. De fuerza siete a fuerza cuatro. El viento del norte arrecia 10 horas después. A las cinco y algo de la madrugada el sol desprende ya un color ámbar ofuscado entre dos nubes negras. Es el alivio. En las caras de la tripulación que prepara la izada del enmallado hay surcos de mal sueño, pero los rostros perdieron la tensión acalambrada. Olvidamos tachar ayer la casilla del almanaque de cada día que pasa. Ahora sí, Castor hace el aspa con un bolígrafo, y de la fuerza deja marca, y sonríe. El ‘Nuevo Confurco’ renquea monótono, rotundo y altivo a 3’5 nudos. Casi triunfal. Casi en buena mar.