Pocas cosas como el fútbol son objeto de un tránsito natural entre el espectáculo, la vanidad y las artes. Y con Maradona, la vida del astro del fútbol, ese lienzo fue explorado una y otra vez en diferentes esferas. El mundo de las letras no fue una excepción.
La de la necesidad de un ídolo en Argentina, que no es lo mismo que un ídolo argentino, por ejemplo, podría ser explicado en este párrafo del escritor y traductor argentino Marcelo Cohen en el ensayo ‘Malentendidos acerca de Diego Armando Maradona’:
“Maradona nació pobre, pero ya muy joven empezó a hacerse rico y famoso en un país donde una dosis suficiente de fama da buenas perspectivas de lograr la inmortalidad, de avizorarla en vida. A pocos pueblos como el argentino les encanta convertir cada belleza pasajera en imagen de panteón que, uniéndose a otras imágenes rutilantes, varias veces muertas, llene un poco el nicho de la identidad. Si la creación expeditiva de un dios o un santo lo exige, los argentinos humillamos al candidato antes de que muera, y agigantamos los suplicios que le haya infligido algún bárbaro, para que a la ristra de virtudes no le falte la grandeza del martirio”.
En Maradona ese “nicho de la identidad” —que podría ir de la mano con cierto imaginario sudamericano—, es el dramatismo. El cronista Martín Caparrós lo dilucidó en marzo durante una entrevista con el diario español SPORT, luego de una pregunta que podría parecer sencilla, pero en el planeta fútbol no lo es: “¿En la comparación con Diego, hay alguna batalla que pierda Messi?”:
“Maradona tuvo siempre un dramatismo que Messi nunca tuvo. En todo. Por supuesto en la vida privada, pero también en la cancha. Maradona jugaba como si todo lo que estuviera haciendo fuera imposible. Lo conseguía, pero siempre estaba al borde de no conseguirlo. En cambio Messi juega como si todo lo que hace fuera lo más normal del mundo. Lo ves jugar y dices: ‘Claro, yo también me habría ido de esos cuatro’. Eso le da como una cierta desventaja. Messi parece que fuera cada día a la oficina”.
8 de junio de 1990: Diego Maradona tras el partido Argentina-Camerún en la Copa del Mundo de 1990 en Milán, Italia. Crédito: Allsport vía Getty Images
Desde luego, Caparrós no fue el único que vio dramatismo en el ADN maradoniano. El mexicano Juan Villoro lo calificó como “el mayor artista del capricho que ha conocido el fútbol, el más dramático y el que más ha influido en su equipo”, y lo aborda fuera de las canchas en el texto «Las opiniones de un pie izquierdo»: “El hombre que necesita un jet privado para contradecir la historia oficial difícilmente puede ser calificado de izquierdista, y sin embargo en Diego hay una faceta rebelde, anárquica, que lo aparta de los divos y lo acerca a la fanaticada. ‘El Pelusa’ es un guevarista tribal. Colóquenlo en un chalet de lujo y parecerá que está ahí de campamento”.
El uruguayo Eduardo Galeano, en su texto «Cerrado por fútbol», hace una dramática semblanza, tal vez la más famosa:
“Maradona fue adorado no solo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable”.
Pero las letras sobre Maradona, como todos los que lo admiran, brillan más con el bello romance entre «El Pibe de Oro» y la pelota. Siguiendo la estela de Galeano, esta vez en «El fútbol a sol y sombra»:
“No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. Él puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales” (…) “este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía también puede ser eficaz”.
Por pedido de la revista colombiana SoHo, Villoro escribió un obituario de Maradona en 2004, imaginando el mundo después del astro argentino. “Acepté el encargo de SoHo porque me daba oportunidad de explicar de una vez por todas la supremacía de Maradona, sin necesidad de que él tuviera que morir para convencerme, pero aprovechando el imaginario dramatismo de su desaparición para sortear el argumento, tantas veces repetido, de que comparar a Alfredo Di Stéfano con Pelé y a éste con Maradona es como comparar peras con manzanas y sandías”, escribió Villoro en su libro «Dios es redondo».
En la licencia literaria, ese obituario termina así: “Diego Armando Maradona ha muerto. En el fútbol, solo una vez un hombre fue todos los hombres”.
Diego Maradona en octavos de final de la copa de la UEFA el 23 de noviembre de 1988. Crédito: AFP via Getty Images
El bello romance del 10 y la pelota también quedó reflejado en el texto de Eduardo Sacheri ”Me van a tener que disculpar”, que manifiesta la pasión de los argentinos en carne propia: “Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria”.
Y si de instantes críticos, indestructibles, «10,6 segundos» el cuento de Hernán Casciari sobre el denominado gol del siglo: “Cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo. El jugador sabe que ha dado 44 pasos y 12 toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada durará 10 segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarle a todos quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de los tiempos”.
Maradona se escribe con ocho letras. Ocho. La misma cantidad que inmortal.
Fuente: CNN