La voraz búsqueda de oro en el sur de Venezuela, practicada por miles de mineros ilegales amparados por diversos grupos armados, representa la mayor amenaza actual para la vida de sus indígenas, su hábitat y sus culturas, coinciden en señalar sus organizaciones y defensores de los derechos humanos.
En ese territorio que forma parte de la Amazonia «la minería, la violencia, la destrucción del hábitat, la muerte por enfermedades y la migración forzosa conforman un contexto que ya los indígenas califican como genocidio silencioso», observó a IPS el investigador Aimé Tillet, con largos años de trabajo en el área.
Al otro extremo del país, en el noroeste fronterizo con Colombia, en el drama indígena destaca la delimitación pendiente de sus territorios, que les ha llevado a enfrentamientos y muertes en sus intentos por recuperar tierras ancestrales, mientras mueren de mengua y a menudo se ven reducidos a la indigencia.
Hay rasgos comunes en esa vida en regiones fronterizas que son hábitats indígenas, como el abandono por parte del Estado central, al incumplir sus deberes en salud, educación, seguridad, provisión de alimentos, combustible y transporte, insumos, comunicaciones y consultas debidas a los pueblos originarios.
El gobierno aúpa la actividad minera y decretó en 2016 como «Arco Minero del Orinoco», en la margen derecha del río, un área de 111 844 kilómetros cuadrados, más grande que Bulgaria, Cuba o Portugal. En paralelo estableció una empresa de la Fuerza Armada, Camimpeg, para liderar la explotación de oro, diamantes, coltán y otros minerales convencionales y raros, de los que el país es especialmente rico.
La opacidad es un lunar en el manejo de las empresas militares por parte de las autoridades, según organizaciones no gubernamentales como Control Ciudadano para la Seguridad y Defensa
La prensa local ha mostrado unidades militares y policiales en la región involucradas en incidentes en torno a la actividad minera que han causado protestas de indígenas y defensores de los derechos humanos, y que van desde muertes de indígenas en altercados hasta masacres en las que «grupos desconocidos» han asesinado a decenas de personas.
La minería más artesanal y también ilegal, en centenares de espacios deforestados y junto a ríos contaminados con mercurio para la reducción del oro, es a menudo controlada por bandas delictivas que se autodenominan «sindicatos» y trafican con el metal, los insumos y también con las personas que van a trabajar en esas minas, muchas veces en forma forzosa.
Desde hace algunos años a los peligros se han sumado las guerrillas colombianas, en particular el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que participa de la minería y otras actividades ilegales en el sureño estado de Amazonas, así como disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, pacificadas en 2016, según destacan organizaciones de derechos humanos.
En la Sierra de Perijá, hábitat de tres pueblos originarios y que marca parte de la frontera norte entre Colombia y Venezuela, el ELN penetra en las comunidades indígenas, instala campamentos, cobra «vacunas (impuestos)» a ganaderos, supervisa el contrabando de ganado y recluta jóvenes para sus columnas.