Kallstadt, el pequeño pueblo alemán del que emigraron los abuelos de Trump, reacciona con una mezcla de expectación y hartazgo al interés de los forasteros.
Además de con el vino, los habitantes de la región alemana del Palatinado se divierten poniéndose sobrenombres los unos a los otros. “Brulljesmacher” –algo así como una versión suavizada de “fanfarrón” en el dialecto local- es el mote de los que viven en Kallstadt. Puede ser solo casualidad, pero de este minúsculo pueblo procede el político más deslenguado que ha dado EE UU en los últimos años, Donald Trump. Su primo lejano Bernd Weisenborn –su bisabuela era hermana del abuelo del aspirante a presidente- se siente algo sobrepasado por la repentina atención que ha despertado un vínculo que él siempre había dado por hecho sin concederle ninguna importancia.
Weisenborn recuerda, por ejemplo, el paquete con alimentos que los Trump les enviaron en los días de escasez que siguieron a la II Guerra Mundial. Pero más allá de alguna anécdota aislada, el primo lejano de Donald no sabe demasiado de sus familiares americanos. “Estoy algo cansado de que me pregunten por este asunto. Y me temo que si gana las elecciones, la cosa irá a peor”, asegura desde su casa que, como tantas otras en la zona, es a la vez viñedo y centro de venta de las botellas de la variedad local del Riesling.
La historia de Friedrich Trump no es muy distinta de la de tantos alemanes que emigraron a Estados Unidos a finales del siglo XIX. Con solo 16 años, el patriarca del clan llegó en 1885 a una América inmersa en la fiebre del oro. Pero en lugar de buscar el metal preciado, Friedrich abrió locales en los que ofrecía a los buscadores de oro comida, bebida y, según la biógrafa Gwenda Blair, prostitutas. Tras casarse con Elisabeth, también de Kallstadt, el joven matrimonio trató de volver a su pueblo natal, pero las autoridades le negaron la ciudadanía a Friedrich por haber escapado del servicio militar. Así que el hombre que hoy propone construir un muro en la frontera con México e impedir la entrada de musulmanes en EE UU es también hijo de la emigración ilegal.
Tras dirigir el documental Kings of Kallstadt, Simone Wendel es lo más parecido a una celebridad que hay por la zona. Con su película, Wendel quería responder a una pregunta que siempre le había rondado: ¿Cómo es posible que de un pueblo de solo 1.200 habitantes salieran dos de las grandes historias de éxito que ha dado la inmigración alemana en EE UU? Además de los Trump, la dinastía Heinz, mundialmente famosa por el kétchup, también procede de Kallstadt. “Aquí son mucho más queridos los Heinz que los Trump. Quizás porque se dedican al mismo negocio que abunda en la zona: vender productos para comer o beber”, asegura. En su popularidad también influyen los 40.000 euros donados por los Heinz para reparar el órgano de la iglesia; un ejemplo de filantropía que no siguió el político con el flequillo rubio más famoso del mundo.
Dos reacciones predominan entre los habitantes de Kallstadt ante el repentino chute de popularidad. Algunos, como Angelika Heinz, se alegran de la publicidad gratuita que el nombre Trump ha llevado a un pueblo que vive principalmente del turismo vinícola. “Aunque la verdad es que por ahora solo veo que vienen más periodistas”, matiza esta pariente lejana del magnate del kétchup. Otros, sin embargo, muestran su hartazgo ante las preguntas que se repiten una y otra vez. Es el caso de la familia que vive en la antigua casa de Friedrich Trump. Al ver acercarse a este periodista, cierran de un portazo la vivienda. “Hay gente que se alegra del interés. Pero otros ya no pueden soportar tantos forasteros llamando a las puertas y haciendo preguntas”, asegura Edelgard Kellermann, que atiende el “Paraíso del saumagen”, el lugar de paso obligado para degustar la especialidad local hecha con carne de cerdo y del que era cliente habitual el excanciller Helmut Kohl.
Y, aunque sean minoría, algunos también se lanzan a valorar el programa político del candidato republicano. ¿Y si llega a presidente? “Seguramente nosotros venderíamos más vino a los turistas. Pero no creo que fuera una buena noticia. Sus ideas parecen sacadas de hace 50 años”, responde el arquitecto Gerd Otto desde la vía principal de Kallstadt, que, como no podía ser de otra forma, se llama calle del vino.
ORGULLO DE SANGRE… PESE A MAQUILLAR EL PASADO
Uno de los momentos más divertidos del documental Kings of Kallstadt es la visita que la directora Simone Wendel hace a Donald Trump en su rascacielos neoyorquino. “Adoro Kallstadt”, decía el magnate estadounidense en este encuentro celebrado en 2012, aunque jamás haya pisado el pueblo de sus abuelos. El hoy candidato a presidente señalaba algunas de las cualidades inherentes a los alemanes que él estaba seguro de haber heredado: “Soy fuerte, fiable, puntual y consigo que se hagan las cosas”. “Estoy orgulloso de mi sangre alemana. No hay duda”, concluía.
Y sin embargo, no siempre fue así. A raíz de la I Guerra Mundial, ser alemán en Estados Unidos comenzó a ser no demasiado recomendable. Fue entonces cuando los Trump maquillaron su pasado y se inventaron unos orígenes suecos. El bulo, comprensible en tiempos de guerra, se alargó más tiempo de lo razonable. En su biografía de 1987, The Art of the Deal, aún mantenía oculto su pasado. Fue en 1990, en una entrevista con la revista Vanity Fair, cuando admitió por primera vez su herencia alemana. Cuando se entrevistó con él en Nueva York, Wendel no le preguntó por estos vaivenes. La cineasta explica que en el Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX era habitual ocultar los orígenes que no parecieran convenientes por la coyuntura política. “Pero quizás él mantuvo la versión falsa más tiempo del razonable”, admite.
El País