Se corre el riesgo de una aceleración de la crisis política, algo peligroso para nuestra democracia. Prácticamente todas las encuestas de estos días coinciden en algo. La imagen positiva del presidente Alberto Fernández desciende a una velocidad preocupante.
Imágenes en el espejo. Las encuestadoras pueden diferir sobre qué porcentaje fue el techo positivo que alcanzó en aquel distante marzo iniciático de la cuarentena, si fue 70 o 90%, pero todas coinciden en el tobogán actual. Hoy algunas cifras lo muestran con un balance de imagen negativa, otras más benignas peleando el empate o con una luz positiva.
¿Importa la imagen positiva de un presidente? Maquiavelo decía que la opinión pública era ni más ni menos que la imagen del Príncipe. Si nos atenemos a la máxima del florentino inventor de la consultoría política surge una pregunta: ¿podrá Fernández detener su caída?
En primer lugar se debe definir qué es la imagen de un político. Es claro que el retrato o frame de una imagen es la posibilidad de visualizarlo mentalmente, ya sea en la aceptación o incluso en el rechazo. Sin embargo, la interpretación de ese elemento visual es integrado de una gran cantidad de conceptos que la ciudadanía captura intuitivamente. Algunos de esos conceptos como indica la investigadora peruana Sandra Orejuela son: empatía, presencia, capacidad de persuasión, imaginación, entusiasmo, inteligencia, sentido de observación, apertura de mente, iniciativa, innovación, ejercicio constante de la autocrítica, modestia, simpatía, memoria, voluntad, salud, lealtad, coherencia, gentileza, sociabilidad, capacidad organizativa, sentido crítico, resolución, capacidad de influir con justicia y argumentaciones puntuales.
Estos veinticuatro puntos pueden dividirse en tres:
* capacidad de gestión,
* conexión con la sociedad para establecer prioridades y
* capacidad para establecer rumbos claros o cambiarlo cuando sea necesario.
Renovación o cambio. Cada uno podrá evaluar los puntos fuertes y débiles de este extenso listado tanto en Alberto Fernández como en Cristina Kirchner, pero también en Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta e incluso en Axel Kicillof.
Es claro que no todos pueden sacarse un “diez” en todas las materias. Sin embargo, se debe señalar que cuando comenzó la cuarentena Fernández se destacó por tres factores: iniciativa, innovación y capacidad de persuasión. Este trípode significó un aire nuevo en la política y Alberto fue leído por la sociedad como un líder que podía generar “obediencia” para ponerlo en términos weberianos.
La iniciativa en aquel tiempo implicó la idea de no esperar a que la crisis sanitaria desbordara la capacidad instalada en el país. La innovación fue presentarse en público con un gobernante opositor y la capacidad de persuasión estribó en poder comunicar la crisis con sus armas de profesor de Derecho. Incluso el término “filmina” usado por Alberto en modo profesor generó simpatía en la audiencia, esas hojas de plástico impresas no se usan desde los 90.
Casi siete meses después, el Gobierno y su presidente parecen haber perdido esas capacidades y en especial la ausencia de dos fundamentales que se deben activar cuando las cosas no andan bien: sentido de observación y ejercicio de la autocrítica.
De esta forma se avanzó por ejemplo con la reforma judicial que, además de necesaria, es una promesa de campaña, pero no se ajusta a los tiempos que vive el país hoy. En este sentido se pierde la “capacidad de influir con justicia”. Gran parte de la sociedad (aun quienes apoyan fervorosamente al Gobierno) no puede evitar pensar que la reforma apunta a satisfacer necesidades puntuales, aunque sea negado vehementemente por el Gobierno.
Alberto Fernández retrocede varias casillas en términos de innovación cuando desde el discurso político se vuelve a imputar a ciertos medios de comunicación por el desánimo que se extiende en la población. Es claro que para muchos medios hoy la noticia es esa familia que (insólitamente) decide irse a vivir a Arabia Saudita, por más que sea irrelevante en comparación con el lanzamiento de un satélite argentino. En marzo, cuando el Presidente rompía los barómetros de la imagen positiva las noticias de esos mismos medios no importaban tanto. Estos tienen y tendrán agenda e intereses propios, en un mundo donde los medios de comunicación son actores políticos, aun cuando no se presenten en las elecciones.
Punto y seguido. Dicho en otros términos la narrativa de la pandemia finalizó, ya no es exitosa. Continuarla implica una suerte de agonía discursiva. Si no se reemplaza por una narrativa de reconstrucción o algo de similar tenor, que combine los términos de sentido de observación, innovación y apertura de mente, la imagen del Presidente seguirá inexorablemente a la baja, con el riesgo de que la crisis económica se transforme en crisis política, sin dejar de considerar que la intervención de la Corte Suprema en la situación de los jueces trasladados puede ser un primer paso en este sentido.
Lo planteado impone la siguiente pregunta: ¿se puede gobernar con una imagen negativa? Cristina Kirchner pudo hacerlo durante gran parte de sus dos mandatos, pero a cosa de la polarización extrema laclausiana, profundizando antagonismos con la construcción de una grieta expresada en un primer momento en el conflicto con los sectores agropecuarios, y luego con el Grupo Clarín y la Ley de Servicios Audiovisuales.
Radicalizar su gobierno y recostarse exclusivamente en los propios fue una lógica emergente tras perder las elecciones de medio término en la provincia de Buenos Aires en 2009 y 2013. La excepción a la ley de la negatividad del cristinismo ocurrió entre los festejos del Bicentenario, la muerte de Néstor Kirchner y las elecciones de 2011, romance que se terminó con la imposición del cepo cambiario al mes siguiente de asumir el segundo mandato.
Contra el fracaso. Un elemento preocupante es que a menos de un año de haber asumido el nuevo gobierno algunos analistas, voces influyentes en la vida política argentina, den por sentado que fracasó.
Es claro que la responsabilidad primordial para demostrar el no-fracaso descansa en el Presidente y en su alianza de gobierno, sin embargo, la argentinidad parece transformarse en una máquina de consumir decepciones, con el riesgo de una aceleración de la crisis política que puede ser peligrosa para la sustentabilidad del sistema democrático.