El presidente se mantiene firme en sus denuncias de golpe de Estado. Pero no le resultará fácil gobernar si no cede al menos en parte a los reclamos de la sociedad.
El gobierno de Evo Morales lo sabe. Casi 14 años en el poder han desgastado la figura del presidente y de su Movimiento al Socialismo. Su propio vice Alvaro García Linera lo admitió ante Clarín en La Paz pocos días después de las cuestionadas elecciones del 20 de octubre. “Ha habido una crítica, nos han dicho: ‘ustedes ya han estado demasiado tiempo’”. Pero, a la luz de una crisis que se agudiza, parece claro que el Ejecutivo no supo medir hasta qué punto la sociedad le cobraría esa factura. El mandatario aparece ahora acorralado en un laberinto del que no será sencillo escapar. El llamado de este sábado al diálogo parece mostrar, por primera vez, que no tiene más opción que dar lugar a las demandas de la oposición. Al menos a parte de ellas. Aunque tal vez sea demasiado tarde.
La tozudez del presidente, quien insiste en que ganó la elección y que hay un golpe de Estado en marcha, no hizo más que alimentar el hartazgo de una sociedad que siente que el país avanza hacia una autocracia sin espacio para las voces disidentes y donde sólo tienen chances los allegados al poder.
Quienes salen a la calle a denunciar un fraude y exigir nuevos comicios no son apenas los partidos opositores. Son en su gran mayoría ciudadanos de a pie, movilizados contra una aparente manipulación de los datos electorales pero, sobre todo, indignados por el desaire de Morales tras el referéndum de febrero de 2016,en el que 51,3% de los votantes rechazó una reforma de la Constitución para permitir una nueva reelección del presidente.
Evo sorteó aquél primer revés en las urnas tras su llegada al poder en 2006 con una demanda ante la Justicia Constitucional que, en un fallo controvertido, permitió la reelección indefinida con el argumento de que se trata de un derecho humano. Esa jugada judicial fue una ofensa para miles de bolivianos. “Es la segunda vez que nos roban una elección”, se oía en las calles de Bolivia tras la elección de octubre, cuando a las sospechas de fraude se sumó la herida por ese referéndum convertido en anécdota.
Las sospechas de fraude no son una ocurrencia del candidato de centro derecha Carlos Mesa, que quedó segundo el 20 de octubre. Fueron respaldadas por un durísimo informe de la Organización de Estados Americanos sobre la transparencia del proceso y por una auditoría realizada a pedido del propio Tribunal Supremo Electoral que concluyó que toda la elección estuvo “viciada de nulidad”por una serie de irregularidades.
Entre quienes llenan ahora las calles en rechazo al presidente hay miles de personas que lo apoyaron en 2005, en 2009 y en 2014, cuando el ex sindicalista cocalero ganó con una mayoría indiscutible (más del 60% en sus dos reelecciones).
Son votantes que han visto a Bolivia crecer en los últimos 13 años a niveles inéditos en décadas. Que fueron testigos de una clara modernización del país, gracias a los ingresos por la venta de sus valiosas materias primas, especialmente gas y minerales, luego de la nacionalización de los hidrocarburos decretada por el MAS en 2006. Son los que apoyaron las políticas redistributivas que permitieron reducir la pobreza extrema del 38% al 15% entre 2005 y 2018.
Pero son a la vez bolivianos –en su mayoría de clases medias- descontentos con un gobierno que busca perpetuarse en el poder burlando la Constitución. Y que ven cómo la pujanza económica de los últimos 13 años comienza a frenarse.
No parece haber un escenario de golpe de Estado en Bolivia. El jefe de las Fuerzas Armadas salió a aclarar que no se enfrentarán con el pueblo y que los problemas deben resolverse “en el ámbito político”.
Era de prever que los líderes opositores rechazaran el llamado de Morales al diálogo. El gesto parece insuficiente para desactivar un movimiento que amenaza con un estallido mayor. Aún si el gobierno se mantuviera en su postura inflexible, no le resultará sencillo gobernar. Con la población movilizada en las calles y un manto de sospechas dentro y fuera del país sobre la transparencia en las elecciones, un futuro gobierno del MAS tendrá muy poco margen de maniobra.
Si el presidente quiere “pacificar al país”, como dijo este sábado, y defender la democracia y el “proceso de cambio”, no tendrá más chances que ceder. Aunque eso signifique una derrota más dura que en las urnas, informó Clarín.