Un equipo de científicos argentinos identificó en el agua del Riachuelo una bacteria capaz de transformar la forma más tóxica del cromo, uno de los metales pesados más peligrosos que pueden hallarse en su cuenca, en una sustancia de menor impacto ambiental, lo que permitiría descontaminar los efluentes de industrias como curtiembres y galvanizadoras.
El microorganismo fue hallado en la desembocadura del Riachuelo, a la altura del barrio de La Boca, y a través de pruebas de laboratorio se descubrió cómo puede usarse para transformar -con un 99% de eficacia- el cromo hexavalente o Cr (VI), la forma más tóxica del metal, en cromo trivalente o Cr (III), un estado menos dañino.
«La diferencia entre el Cr (IV) y el Cr (III) radica en su estado de oxidación. Por sus características moleculares, el Cr (IV) se disuelve más fácilmente en el agua, lo que da lugar a una mayor contaminación del medio en el que se encuentra y al desarrollo de enfermedades graves como el cáncer», explicó a Télam Ana Julieta González, becaria posdoctoral del Conicet de la facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA, a cargo de la investigación.
Además del cáncer, la toxicidad del cromo hexavalente puede causar daños en el hígado, problemas reproductivos y de desarrollo.
El objetivo del equipo que lidera González era encontrar en el Riachuelo microorganismos capaces de convivir con metales pesados, por lo que tomaron muestras en aguas superficiales en seis puntos de la cuenca.
En todos, incluyendo zonas menos urbanizadas e industrializadas, advirtieron concentraciones de plomo, zinc, cobre superiores a las permitidas, pero también detectaron la presencia de bacterias capaces de convivir en ese medio.
«Descubrimos que la cepa de la bacteria que encontramos en La Boca era la más eficiente para nuestro objetivo de transformar el Cr (IV) en Cr (III), es decir, que el metal adquiriera una forma indisoluble en agua», indicó González.
Según explicó, las pruebas de laboratorio mostraron como luego de que las bacterias interactuaran con el metal pesado y de un proceso de precipitación, el cromo se separaba del agua y permitía ser dispuesto como residuo sólido peligroso.
Se trata de un procedimiento biológico, semejante a otros procesos de descontaminación química que actualmente se emplean en las industrias que trabajan con metales, sólo que actúa de modo más amigable con el ambiente.
«Es una propuesta para tratar efluentes y evitar volcar contaminantes al río. Muchas industrias tratan el cromo con procesos químicos y queremos ofrecerles un proceso que sea más ecológico y hasta más económico», indicó González.
De acuerdo con los especialistas, ambos tratamientos, el químico y el biológico, podrían convivir.
«Las industrias son las que deciden cuál utilizar. Esta elección seguramente dependerá de los costos, de la eficiencia, de la posibilidad de adaptar un tratamiento preexistente a esta nueva tecnología y, por supuesto, de su compromiso ambiental», señaló González.
La meta del equipo de investigadores es llevar este procedimiento a mayor escala, para lo que necesitan encontrar una forma sustentable y económica de «darles de comer» a las bacterias para ayudar a que se reproduzcan.
«La clave está en dar con el sustrato (alimento). Estamos evaluando hacerlo en base a desechos de industrias alimenticias. Una vez que lo tengamos definido vamos a probar el procedimiento en un reactor para evaluarlo en un proceso continuo», explicó la investigadora.
Según datos de la Agencia Cuenca Matanza-Riachuelo (Acumar), pese a su alta toxicidad, los metales pesados y otros efluentes industriales significan cerca del 20% de la contaminación del Riachuelo, mientras que el 80% restante se explica por los desechos orgánicos que viviendas, barrios cerrados, hospitales y hasta penitenciarías y clubes de golf arrojan al agua sin tratamiento previo.
Más de 2,5 millones de personas -casi el 50% de la población estimada de la cuenca- y muchas industrias radicadas en el área no cuentan con acceso al sistema cloacal, según Acumar.
Del estudio participaron también Carolina Caimán, Natalia Gorino, María Susana Fortunato, Alfredo Gallego y Sonia Korol, de la Cátedra de Salud Pública e Higiene Ambiental de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA; Marcela Radice, del Laboratorio de Resistencia Bacteriana de la Cátedra de Microbiología de esa facultad, y Carlos Gómez, Carolina Mujica y Lorena Marquina, del Centro de Tecnología del Uso del Agua del Instituto Nacional del Agua.