Los argentinos están acostumbrados a vivir con una inflación de dos cifras, pero saben que pagan por ello un precio muy alto: sentir que se empobrecen cada vez más y vivir sin planes a largo plazo. En octubre, los precios aumentaron un 6,3%, con respecto al mes anterior; acumulan así un 88% interanual y 76.6% desde enero. La moneda local, en tanto, se ha devaluado más de un 30%. Es un escenario donde es difícil arriesgarse a firmar un contrato de alquiler que quizás en unos meses no se puede pagar o a realizar una inversión para un negocio en medio de tanta incertidumbre. La mayoría de los trabajadores argentinos se ven obligados a vivir al día, a menudo con varios empleos distintos, mientras sus sueños se encogen.
Tres generaciones dialogan con EL PAÍS sobre las dificultades que enfrentan en un año donde la economía del país crece (6,4% interanual en agosto, el último dato oficial) y el desempleo baja (6,9%) pero pocos se benefician de esas mejoras.
Carla López quiere irse de casa de sus padres, pero no puede. No le daban los números a principios de año, con los 55.000 pesos (equivalente a 400 dólares al cambio oficial) que recibía como trabajadora de un centro de vacunación de covid-19, pero aún menos ahora, desempleada desde que el Gobierno de la ciudad de Buenos Aires le informó en agosto que lo cerraba.
“Busqué, pero no encuentro nada y lo que aparece es por menos plata. Estoy estudiando abogacía y está la posibilidad de laburar como asistente, pero son laburos no remunerados o muy mal pagos”, cuenta esta joven en el parque Lezama de Buenos Aires, donde toma mate con excompañeras del centro de vacunación que están en una situación parecida a la suya. Sólo una de ellas pudo independizarse hace dos años, pero cuando la relación con su pareja terminó tuvo que volver al hogar familiar.
“Yo no pienso en el futuro porque me angustio. Creo que más que vivir, sobrevivimos”, dice López. Asegura que no recuerda haber visto a sus padres tan preocupados por el dinero como en los últimos años. “Cada vez les alcanza para menos”, lamenta y pone como ejemplo las vacaciones. Cuando era niña, se iban un mes a la costa; luego, tuvieron que recortar a 15 días. Este año sus padres están dudando si ir una semana o no ir. “Está carísimo. Por una semana piden el doble o más de lo que era mi sueldo de un mes”, lamenta.
Enrique Máiquez trabajaba en una tienda de música de la que le despidieron por la caída de ventas hace seis años. “A partir de ahí me tuve que acomodar, pero estoy cada vez peor”, afirma. Con la indemnización que recibió y unos ahorros que tenía compró una licencia de taxi y compagina ese trabajo con el de jardinero municipal. “Pensé en invertir en un kiosko pero no la vi clara porque [el expresidente Mauricio] Macri subió todas las tarifas y los costos eran muy altos”.
“Salgo de casa a las cuatro de la madrugada y regreso a las siete, ocho de la tarde. Necesito dos empleos porque con uno no me alcanza, pero para ganar lo mismo cada año necesito trabajar más horas”, explica Máiquez, padre de tres hijos y residente en Ezeiza, a 30 kilómetros de Buenos Aires.
Este trabajador sostiene que los peores momentos de su infancia los vivió durante la hiperinflación de 1989, cuando el sueldo de su padre se esfumaba nada más cobrarlo y a menudo él y sus cuatro hermanos se iban a la cama sin cenar. Como adulto, cree que esta “es la peor crisis”, más que la de 2001. “Esa crisis fue de terror, pero gracias a Dios después la economía se levantó rápido. Ahora es una agonía lenta, que te roba los sueños, te saca la esperanza… Si laburás en la calle lo que ves es cada día más y más pobreza y unos políticos que sólo piensan en llenarse el bolsillo, todos por igual, no importa si son peronistas o radicales”.