«Viva la Patria. Viva el Belgrano».
Fue el grito de esperanza que una centena de náufragos pronunciaron hace 37 años con el resto que les quedaba. Al ver que sus posibles rescatistas se acercaban, los cuerpos helados hicieron un último esfuerzo por sobrevivir. Habían podido superar el temporal del Océano Atlántico desatado desde la noche anterior, luego de que su crucero ARA General Belgrano se hundiera en el fondo del mar. Llevaban más de un día a la deriva, amparados de las corrientes de agua y el cielo tormentoso dentro de sus balsas de goma que, pese a estar averiadas, los mantenían a flote, aunque no a todos vivos.
El día previo
El sábado primero de mayo de 1982, casi un mes después del desembarco de las Fuerzas Armadas Argentinas en las Islas Malvinas , reinó por un instante la paz sobre las aguas. Al norte las vigilaba el portaaviones ARA Veinticinco de Mayo y desde el sur el grupo de tareas 79.3, que formaban el crucero ARA General Belgrano y los destructores ARA Piedrabuena y ARA Bouchard. Sus tripulaciones estaban listas para ingresar en el área de 200 millas de exclusión impuestas por el gobierno británico sobre ese territorio. Pero nunca llegaron a penetrarlo.
Antes del ocaso, la orden de combate ya había sido dada a las autoridades de la flota, que intuían un posible ataque submarino del enemigo. Por eso, los respectivos comandantes de los destructores, Horacio Grassi y Washington Bárcena, volaron en helicóptero hasta el crucero para reunirse con su par y líder del grupo, Héctor Bonzo y su segundo comandante, Pedro Galazi. Esa tarde sellaron un pacto.
«Llegamos a la conclusión de que en caso de no poder detectar a los submarinos ni poder atacarlos por falta de medios, teníamos que separarnos en un primer momento para evitar que todos fuéramos abatidos. Después debíamos ver como evolucionaba la situación para decidir como actuar», relata Grassi, el capitán que velaba por la vida de sus 284 tripulantes, en una entrevista con LA NACION.
Para Bárcena, «la calma total» que había sentido ese día en el ambiente por la falta de viento comenzaba a desaparecer. Ya de regreso en su buque, debía alistar a la tripulación para la siguiente misión. Según recuerda a sus 81 años de edad, por la noche convocó a una reunión «de carácter voluntaria» a los 333 tripulantes, la mayoría de los cuales llevaba sólo poco más de un año a bordo. En cumplimiento de su función y guiado por su convicción, transmitió las instrucciones para el plan de ataque previsto. Se sorprendió y emocionó al ver que todos estaban presentes.
«Izamos la bandera de guerra. Era de tela de seda suave bordada con hilos de oro. Toda la dotación libre de guardia subió al puente de señales a cantar el himno a capela contra el viento que arrasaba», cuenta Eugenio Facchin, el entonces jefe de comunicación del Bouchard. Aún se acuerda con intensidad de las caras expuestas al frío y las voces de cada uno de sus compañeros mientras un guardia de la marina -ya fallecido- y el jefe de artillería hacían una especie de salva con las pistolas 1125 que utilizan los oficiales en caso de hundimiento. «Al otro día arriamos la bandera hecha trizas, la mitad ya no estaba, porque el viento la había desgarrado», lamenta.
Este capitán de navío, que estaba también a cargo del «armamento» -como se conoce en la jerga militar a los recursos humanos del buque-, confiesa: «La operación en secreto funcionó bastante bien con nosotros. Los de plana mayor no sabíamos nada, excepto contadas personas como el jefe de operaciones, el jefe de máquinas, el segundo comandante y el comandante. Estábamos en alta mar cuando nos enteramos que íbamos a operar en Malvinas para su recuperación». Luego reflexiona: «Nos causó una sensación muy especial. Como todos los argentinos teníamos esa cosa pendiente, y especialmente nosotros como militares teníamos esos deseos de ver la patria completa».
El día del hundimiento
El 2 de mayo la vida de los 1093 tripulantes del crucero ARA General Belgrano cambió para siempre. 300 cuerpos no volvieron, otros 23 fueron rescatados sin vida y 770 náufragos sobrevivieron.
Pasada la medianoche y entrada la madrugada, la misión que tenían los destructores gemelos de incursionar junto al crucero por el sector sudeste de las islas para atacar a la flota británica había sido abortada. Las desfavorables condiciones meteorológicas y la falta de viento del día anterior habían impedido el lanzamiento de los naves aéreas A4Q desde los portaaviones. Para quienes debían tomar las decisiones, el tiempo apremiaba. Sabían que habían sido descubiertos y debían comenzar a salvaguardarse. Debían cambiar de zona para protegerse.
Los destructores, que formaban el arco naval en flanco que escoltaba al Belgrano y sus 1093 personas a bordo, lo siguieron en la retirada para cambiar el sentido de navegación hacia el oeste. Durante el regreso hacia la costa argentina mantuvieron la protección submarina del crucero por el estribor -el lado derecho- por el que presumiblemente podía llegar la amenaza. El Piedrabuena navegó directamente a proa y el Bouchard por la amura, a unos 45° y 5000 metros de distancia. Ambos, con sus cuatro misiles modernos Exocet MM38 capaces de impactar a 40 o 50 kilómetros de distancia entre plataformas de mar, mantuvieron todo el tiempo sus rumbos sincronizados y en contacto permanente, hasta que el enemigo dio batalla.
«El submarino HMS Conqueror, en una maniobra muy hábil se posicionó al sur nuestro, nos esperó y disparó tres torpedos en dirección al Belgrano. Le apuntaron a popa, centro y proa», cuenta con perplejidad Rafael Rey Alvarez, quien fuera jefe de navegaciones del Bouchard.
«Eran las cuatro de la tarde de un día con lloviznas, nubes y mucho viento cuando lo primero que sentimos fue una detonación. Se sintió como un cimbronazo que hizo mover el buque», detalla sobre el impacto que causó uno de los torpedos al estallar cerca, a unos 100 metros de distancia, con más de 300 kilos de explosivos. También reconoce su suerte: «Si nos impactaba a nosotros, nos hundíamos enseguida, porque era un buque más chico que el Belgrano. Pero sólo generó dos rumbos en la obra viva, que es la parte sumergida del barco».
En ese momento que ocurrió la avería se tocó el «zafarrancho de combate», por el cual se cerraron todas las puertas estancas y continuó con la huida del lugar. Para Facchin, se trató de «una situación de mucha tensión» porque cada uno estaba en su posición de ataque. Durante un instante de abstracción, llegó a pensar en su esposa, porque no quería dejar a una «maravillosa mujer» sola con los dos hijos. Luego pensó en sus padres, inmigrantes italianos que habían perdido gran parte de la familia en la guerra y vinieron a la Argentina «para escapar justamente de las bombas». Con gracia y sin culpa, en ese momento también soñó con la moto que tanto le gustaba y no se había comprado todavía. Por todo eso, tenía una razón más para volver. «Fueron las tres cosas que pensé durante tres minutos, lo suficientemente largos como para sentirme unidos a ellos y a mí. Y no pensé en nada más que operar el buque en lo que me tocaba», confiesa.
Se abocó al objetivo más inmediato del buque: salir de la puntería del submarino porque si volvían a darle ya no estarían en condiciones de volver a rescatar a nadie. Al respecto detalla: «Cuando sentimos la explosión, puse a toda la gente a trabajar. Fui al puente de comando y envié la orden de poner máxima velocidad en el sector de máquinas para que produzcan vapor para las turbinas y el buque alcanzara casi los 35 nudos».
En esa zona además había comenzado a entrar agua por debajo de la línea de flotación. Los maquinistas tenían que tapar las grietas con cemento y apuntalar los mamparos para sellar el casco. «Cada integrante de la dotación sabía que tenía que hacer. Cumplimos con la doctrina y la lista de chequeo que establecen lo que se debe hacer en cada momento. Mantuvimos el plan de operaciones ordenado a los comandantes», reconoce orgulloso el capitán de navío
Al igual que él, Rey Alvarez rememora: «Cuando se quiso informar la situación de nuestro destructor a Bonzo, que dirigía el grupo de tareas, no funcionó ningún circuito de comunicación. Al rato nos dimos cuenta de que el Belgrano había quedado parado y entonces empezamos a asumir que había sido atacado».
El crucero a pique
Oscar Vásquez, un joven de 18 años y cabo segundo de mar, ya estaba luchando por su vida en ese momento en que el crucero se iba a pique y comenzaba a hacer la digestión de la merienda que recién había terminado.
Casi se queda dormido esa tarde, pero «El mono» -su compañero de camarote- llegó a despertarlo para el cambio de guardia de las 16 horas. En el traspaso de tareas, algunos puestos del barco quedaban desatendidos y la flota marina británica, por su vasta experiencia bélica, lo sabía bien. Entonces el submarino efectuó el lanzamiento.
Vásquez justo cerraba la puerta de la torre uno de la proa y se sentaba frente a los cañones cuando presintió venirlo. El barco se escoró, se frenó. Se cortó la luz y se hizo un silencio sepulcral desconocido hasta entonces.
Cuando todos reaccionaron, huyeron hacia la parte de atrás del barco, porque los primeros 15 metros de proa ya no estaban. Vasquez corrió casi 200 metros desde la proa hasta la popa, donde estaba su sagrada balsa, para cumplir con el plan de evacuación que tantas veces habían practicado a bordo. Esta vez, el siniestro era real.
Antes de saltar a la balsa, miró para arriba y se prometió no morir en el agua, se aferró a la vida. Pero su balsa asignada, ya estaba pinchada. Un oficial que había entrado antes, la pinchó con una navaja. No había tiempo para ponerle los parches, por eso, no podían sobrecargarla.
Le ordenaron subir a un gomón. En cuanto la marea subió y lo tuvo cerca, se arrojó. El golpe casi lo paralizó. Se levantó y como pudo, recibió el motor y el tanque de nafta que faltaban. Vio que un hombre nadaba en el agua. Lo auxilió a subir y le dio una frazada. Ya eran diez a bordo y no entraba nadie más. Estaban al límite. Otro más empezó a patalear al lado de ellos, pero lo dejó suelto.
«Gracias a Dios se salvó», dice aliviado y en diálogo con LA NACION Vasquez, el actual dirigente veterano de guerra nacional. Hace un año ambos volvieron a encontrarse en San Juan luego de décadas y coincidieron en que «era mejor salvar a diez que morirse once». Pero «El mono» no se salvó, porque por alguna razón decidió llevar los útiles de la merienda a su camarote cuando el torpedo impactó en esa zona del crucero.
Otro más flotaba en el agua. Era Alberto Deluchi Levene, que en cuestión de segundos pasó de ser uno de los tres médicos cirujanos del Belgrano a ser un potencial paciente en gravedad. Sin poder ubicar una balsa cerca a la que saltar, sintió el impulso de lanzarse al agua. Sabía el riesgo que corría a sus 37 años.
«Había varias formas de hacer abandono del barco. Lo ideal era en seco, pero por circunstancias del momento decidí arrojarme al mar», cuenta el teniente de navío que en alta mar llegó a operar dos apendicitis aguda y un traumatismo de cráneo. «Como el barco se hundió en una hora, no llegamos a atender a nadie en el quirógrafo. Sólo pudimos usar los botiquines que llevaban los cabos enfermeros para atender a los quemados en cubierta y en las balsas», agrega.
Deluchi Levene flotó hasta el límite de tiempo en que evitó que su cuerpo se congelara por la ínfima temperatura del agua. Llegó a arrimarse a una balsa. «Me costó subir porque el borde tenía petróleo. Una vez adentró me abrigué con una manta que llevaba. La sensación del agua helada me produjo hipotermia. Me causaba un dolor tal que me daba la sensación de tener mil agujas en la piel», relata el náufrago.
Compartió la balsa, con capacidad para 20 personas y que ya estaba semihundida, con diez marineros, un cabo y un suboficial más jóvenes que él. El hecho de estar apretados los ayudaba a darse calor. Lograron unirse a otras dos balsas mediante cabos y eso también les permitió sobrevivir el resto de las horas que duró la pesadilla nocturna.
La noche del naufragio
Vasquez seguía en el gomón, que se sacudía intensamente y golpeaba a sus ocupantes. «No paramos de temblar, Decidimos pasarnos a otra balsa para darnos calor. En pleno temporal, con muchísimo viento y oleaje, saltamos de a uno. Si alguno caía al agua, se perdía», recuerda alegre porque eso no pasó.
«Nos unimos a dos balsas más, pero como se golpeaban y podían romperse, nos soltamos y seguimos a la deriva», continúa Vasquez. «Hicimos de todo. Nos orinamos encima, vomitamos, pero era imposible entrar en calor, porque la balsa estaba llena de agua. También rezábamos llorábamos, nos reíamos, hacíamos chistes. Todo junto. Alguno se bajoneaba, sobre todo los que tenían hijos», cuenta quien entonces tenía a su mujer embarazada en Buenos Aires.
El día después
El lunes 3 de mayo amaneció despejado, frío, pero lindo y más calmo el mar. Las balsas se habían alejado entre sí por la corriente y desplazado 100 kilómetros al sureste del lugar del hundimiento.
«Fueron avistadas por un avión que se quedó sobrevolando en la zona hasta casi agotar combustible corriendo riesgo de vida ellos mismos. Ese avión dirigió el rumbo de los buques que vinieron a rescatarnos», relata Deluchi Levene. «Primero llegó el Bouchard, pero al poco tiempo nos dejó, nos abandonó sin saber por qué», cuenta. Luego del rescate llegó a entender que el buque había tenido un problema de máquina y que subir por su borda de más de cinco metros de altura era imposible para los hombres que tenían los músculos absolutamente entumecidos.
Al rato, cuando aún era de día, llegó el aviso ARA Francisco de Gurruchaga, un barco más pequeño, con borda más baja. «Nos arrojaron un cabo para mantenernos unidos al barco mientras efectuaban el rolido en medio de las olas altas. Cuando bajaba la marea, nos agarraban de a uno, nos tomaban de los brazos y nos subían a bordo. Fuimos unos de los primeros en salir del agua», agrega el médico.
Lo peor no había pasado aún. «Desde el punto de vista de servicio, lo peor fue ver los cadáveres al lado nuestro. Un muchacho de nuestra balsa, que estaba dormido, entró con vida a la cámara caliente del aviso, pero eso le generó un shock y no lo pudieron revivir. Tuvimos un muerto en nuestra balsa», cuenta con una profunda e irreparable pena sobre las pérdidas que vivieron dentro del barco rescatista.
El regreso a tierra firme
El Gurruchaga era un buque de servicio, no de combate. Fue el aviso que consagró con el abordaje de 380 náufragos uno de los rescates más importantes de la historia naval. Operó hasta que no cabían más y luego se dirigió hasta Ushuaia, no sin antes cumplir con la meta que su comandante Álvaro Vasquez se había propuesto: vivo o muerto iban a recuperar los cuerpos de «hasta la última balsa».
Los días posteriores
El 5 de mayo, tras dos días de rescate, el hospital de Puerto Belgrano de Ushuaia se llenó de heridos, convalecientes, sobrevivientes. Los autorizaron a hablar por teléfono para retomar contacto con sus familias, que ya estaban al tanto de lo sucedido. Luego los enviaron a la Base Aeronaval Comandante Espora en Bahía Blanca. A los militares de carrera lo destinaron a la ciudad de residencia. A los colimbas le dieron licencia hasta la baja.
Otros aún seguían en funciones. El comandante del Bouchard y su tripulación estaban de guardia la noche del 16 de mayo cuando descubrieron que tres puntos se desplazaban en dirección al continente. Dedujeron que se trataban de tres botes de goma con pisos de madera, por el tipo de motor y la estela que se formaba. Al detectarlo, levaron ancla y cubrieron combate para impedirles el desembarco en tierra.
«Fuimos la única nave que tuvo la oportunidad de cañonear a la flota enemiga. Después de recoger los náufragos del Belgrano, de repararnos a nosotros y sin el Piedrabuena, fuimos a atacar», cuenta Facchin, que enseguida anuncia otro misterio.
«A la noche siguiente detectamos un helicóptero, que no se sabe de dónde vino, y dimos el aviso. No sabemos si se le acercó un portaaviones a la costa o tocó tierra. Pero si sabemos que terminó quemado del lado chileno, cerca de Aguas Claras en Punta Arena», devela sobre el hallazgo que trascendió entre las noticias de aquella época. «Pueden haberlo prendido fuego para quemar las evidencias del armamento que llevaban», intuye sobre la posible nave espía, que al ser detectada frustró el plan de ataque británico conocido como Operación Mikado.
Durante esos días, otros emprendían el regreso a casa. Vasquez llegó a Buenos Aires sin dinero. Su viaje en tren y en colectivo fue una hazaña. «Me bajé en Liniers y los chanchos pensaban que estaba loco, porque no me creían cuando les decía que venía de la guerra. Pero me dejaron pasar sin pagar hasta Castelar», cuenta el extimonel, que lleva el tatuaje del crucero en el antebrazo derecho.
Pocos años después
Aunque ambos destructores de doble bandera tenían un origen en común, su destino fue diferente. Estos buques de 120 metros de eslora y capacidad aproximada de 280 tripulantes, fabricados en Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial en 1944, ya habían cumplido su función. Las turbulencias del océano y los avances de la tecnología, los volvieron obsoletos. Pero también los incidentes que ocurrían a bordo.
El Bouchard tuvo algunos. La caldera de popa había levantado temperatura y generado un incendio, que no pasó a mayores salvo por los efectos colaterales que produjo en los camarotes superiores. Las paredes y el piso de arriba comenzaron a recibir una cantidad excesiva de calor, que derritió todo a su alcance, como las suelas de los zapatos que sus ocupantes no pudieron volver a usar. Víctima de la onda expansiva de la explosión del torpedo, le debieron cambiar 16 metros cuadrados de chapa del casco una vez que regresó a puerto. Al tiempo, fue enviado a desguace.
En cambio el Piedrabuena, que había partido de Puerto Belgrano en abril de 1982 con 285 personas y regresado un mes después con 555, tuvo otro destino. Para quien fuera su comandante entonces, el destructor tuvo un «triste final como buque blanco».
En 1984 lo sacaron de servicio por no poder ser reparado. Otros destructores más nuevos llegaban mientras tanto de Alemania. «Como no era redituable trasladarlo para venderlo, quedó varado en puerto sin dotación -cuenta Grassi- por eso en el año 88 fue remolcado a alta mar. Quedó vacío, sin los elementos de utilidad que servían otra unidad. Estaba sólo el casco. Entonces un buque de la flota clase Meko le disparó un misil Exocet y lo hundió».
Hoy, a 37 años
«En algún momento sí definitivamente se va a saber la verdad. Sí se van a desclasificar los documentos de Inglaterra para entender qué pasó, pero no se si será cuando estemos vivos», predice Facchin, actualmente investigador y autor de libros sobre temas bélicos. Amplía: «Si a un país no le conviene que se sepa cierta información, no se desclasifica. Eso sólo ocurre cuando un país ya no tiene nada que perder. Depende de una decisión política».
«Lo peor que se podría descubrir son las razones que nos llevaron a la guerra, que a veces son muy mezquinas, y llegar a saber que nuestros vecinos no fueron tan leales como debían haber sido. Pero eso es algo que sucede», opina Facchin. Concluye: «Lo que hicimos nosotros fue con total profesionalismo, me queda la satisfacción de que nunca nos escapamos del combate».
El sobreviviente Deluchi Levene cree que la experiencia del naufragio lo marcó para toda la vida. «Todos lo que vivimos los tripulantes del crucero somos un vivencia de obediencia al servicio, nadie renegó de estar ahí, de camaradería y colaboración para el rescate de los compañeros. Ya han pasado muchos años y no ha habido reproches».
Está convencido de que haber luchado por las Malvinas fue una causa justa, aunque no era necesario defenderlas con las armas. Acota: «El que es militar no tiene que conocer los pensamientos del comandante general, sino que tiene que cumplir una misión para la que se preparó. La superioridad tiene que estar segura de que el militar va a cumplir con esa misión hasta en condiciones impensadas y con falta de recursos».
Fue capaz de mantener la lucidez y sensatez en medio del caos y la desesperación que se apoderaba de las almas en las balsas. 64 subieron a bordo del Bouchard, y a pesar del exceso de capacidad, regresaron como pudieron a tierra firme para completar las familias que habían sido separadas y dedicarse a cumplir nuevas metas. En su caso, el de graduarse luego como doctor en Ciencias Políticas en la Universidad de Kennedy. Siempre reconoció que su trabajo fue posible gracias a «los valores que mantuvo la tripulación en condiciones extremas, porque nadie se quejó ni pidió abandonar el barco aunque estuviera herido».
Con cariño aún recuerda a quien fuera su «mayordomo», el que mantenía el orden y la limpieza de su cabina. En el momento del conflicto, el suboficial se le acercó para hacerle un pedido muy especial: dejar las tareas de rutina para abocarse a las de combate. Bárcena estuvo de acuerdo y le dio autorización. Entonces, ante la falta de su mayordomo y sus servicios, comenzó rápidamente a darse cuenta, cuan importante y necesario era cada miembro de la tripulación para que todo funcionara normalmente.
Al igual que el resto de sus inolvidables, valientes y ejemplares colegas, no sentía miedo por perder su vida. Lo sentía por el vacío que podía llegar a dejar en sus seres queridos si no los volvía a ver; ese vacío que hace llorar, que corta la respiración y el habla. Como el que siente ahora al recordar a las personas que más amó, con las que estuvo en las buenas y en las épocas de conflicto, y ya no están con él. Pero se siente también reconfortado y satisfecho por haber cumplido su deber. Eso lo alegra. Como lo alegra recibir visitas en su remanso alejado de la ciudad, donde en los últimos años disfrutó jugar al golf con sus vecinos. Ahí, en una sencilla casa alejada del oceáno, Bárcena atesora sus infinitos recuerdos de la guerra y de sus cinco hijos y trece nietos, a los que hoy, con total entereza, sinceridad y humildad, aún les puede contar su historia.
Él fue uno de los que volvió. No fue un héroe. Ninguno de los testimonios se siente como tal. Creen que los verdaderos héroes son los que regresaron mutilados, los que aún tienen secuelas piscológicas, los médicos que jamás abandonaron a sus pacientes a pesar de estar rodeados por el enemigo. Héroes también son los que quedaron en el fondo del mar o en el las islas sureñas. Los que quedan, aún se reencuentran de vez en cuando y participan de las vigilias en conmemoración de los caídos que no olvidan.
Entre los combatientes, que en defensa de las Malvinas y en honor a la patria lo arriesgaron todo, hay una gran coincidencia: todos volverían a elegir su misma profesión militar. Aunque están convencidos, por experiencia propia, que la guerra jamás es la solución a los conflictos.